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Opinión-Editorial

La necesaria pervivencia de la subversión

10 de Marzo | 11:33
La necesaria pervivencia de la subversión
La subversión, en todas sus vertientes (política, religiosa, social), ha sido siempre temida, perseguida y sofocada por el poder establecido. El pensamiento crítico, arma intelectual de inmortales humanistas y científicos en otro tiempo, se plantea en la actualidad como una amenaza a batir. El capitalismo se ha convertido en un juego del que fatalmente todos formamos parte activa –a veces sin querer y a fuerza de vivir–.

Numerosas vías de disensión han sido incluso absorbidas por el sistema (véanse los cada vez más abundantes libros de autoayuda o la actual filosofía de moda, repletos de un descarnado optimismo siempre alineado del lado de las élites políticas y económicas), malversadas o ridiculizadas (bajo el manido apelativo de “antisistema”) con el objetivo de hacer de ellas un elemento inofensivo para el establishment. A pesar de ello, las voces discrepantes y las rebeliones contra la autoridad vigente siempre han existido (y existirán) bajo una u otra máscara. En ocasiones de manera monstruosamente silenciosa, como denunciaba Unamuno en En torno al casticismo; en otras, bajo la forma de declarada revolución.

Desde los tiempos del Egipto de los faraones, pasando por la Esparta del siglo II a.C., hasta llegar a las primeras revueltas que propiciaron la Revolución rusa de 1917 y a los movimientos ciudadanos de los últimos años, distintas iniciativas disidentes han intentado modificar la conciencia establecida, despertarnos de un sueño del que todos somos presa y del que sólo conseguimos zafarnos cuando un Sócrates (que no dudaba en autodenominarse “tábano”) viene a agitar las tranquilas aguas en las que nadamos. Quizás aquel “orden establecido”, como el propio Unamuno confesaba en una carta de 1924 desde su destierro en Fuerteventura (al que fue confinado por el Directorio de Primo de Rivera), no sea más que el “desorden de la tiranía”, la “anarquía del poder”. Ya leemos, por ejemplo, en premonitorias palabras del romano Salustio, que “en cuanto la riqueza comenzó a ser dignificada, a atraer gloria, imperio y poder, la virtud empezó a embotarse. [...] Así, a causa de la riqueza, nuestros jóvenes se vieron atrapados por el lujo, la avaricia y la soberbia”. ¿Tendría alguien valor para leer estas palabras de Thomas Jefferson al mismísimo Donald Trump?: “Las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda, los bancos y todas las instituciones que florecerán en torno a ellos privarán a la gente de toda posesión, primero mediante la inflación, enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo sobre la tierra que sus padres conquistaron”.

Cuando Tucídides narra el conflicto entre Atenas y Esparta (que duró más de veintisiete años), pone en boca de Melios la siguiente afirmación, que bien podría servir como telón de fondo de este artículo, de esta arenga: “Someternos es rendirnos a la desesperanza, mientras que si actuamos queda todavía para nosotros la esperanza de ser capaces de mantenernos en pie…”. Más contundente si cabe se mostraba Étienne de la Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria: “Un pueblo se esclaviza, se degüella a sí mismo cuando, ante la opción de ser vasallo u hombre libre, deserta de sus libertades y se unge al yugo, consciente de su propia miseria o, cabría decir, parece darle la bienvenida. [...] No os pido que pongáis las manos sobre el tirano para derribarlo, sino simplemente que dejéis de sustentarle. Entonces le veréis, como un gran Coloso al que retiran su pedestal, caer desde sus propias alturas y hacerse pedazos”.

Son innumerables los testimonios históricos que abogan clamorosamente por la necesidad de la subversión y la disidencia como motores de una crítica necesaria de lo establecido. Por ejemplo, “El cuento del campesino elocuente”, en el que se relatan brevemente los sucesos acaecidos a un hombre egipcio (ca. 1800 a.C.) que, tras ser engañado para que su burro comiera del grano de un noble (con el consiguiente castigo físico), no dudó en acudir al faraón para presentarle una denuncia formal; tras aquel encuentro, en el que el afectado puso toda su elocuencia al servicio de la verdad, el monarca ordenó al pérfido noble que entregara a aquél todas sus propiedades y que también le fuera devuelto su burro.

En el alegato del campesino leemos: “El Sin Voz, que recurre a vos para comunicaros sus cuitas, no tiene miedo a presentároslas […]. ¿Acaso está inclinada la balanza de la justicia?”. En esta última cita quedan bien resumidas dos de la notas características de la subversión: la dificultad para hacerse notar (el “Sin Voz” es desplazado a un ámbito social donde el grito disidente ha de ser proferido desde el silencio, relegado a la posición de outsider) y la voluntad, sin embargo, de hacerse escuchar a pesar de todo. Un valor, una voluntad, un ahínco, que, en muchos casos, redunda en la violencia como respuesta en cualquiera de sus formas (policial, política, religiosa, económica, etc.). Lejos queda aquel dictum del poeta árabe Abu Ala Al-Ma'Ari: “No hay más líder que la razón, para dictar los caminos de la mañana y el anochecer”.

En nuestros días, el profesor Marcos Roitman Rosennmann ha denunciado igualmente esta descarada y triste persecución de los elementos subversivos en su magnífico libro La criminalización del pensamiento: “El proceso de deshumanización avanza a pasos agigantados. Los mecanismos de control social se han generalizado. […] El capitalismo global ha hecho del planeta una cárcel perfecta. […] Las clases dominantes han logrado crear un sistema social sobre bases totalitarias, criminalizando el pensamiento, el nuevo chivo expiatorio sobre el que transferir la culpa colectiva”. Y concluye de manera contundente: “Se abre un mundo sin reflexión crítica, sin vivencia ciudadana, sin experiencia del nosotros colectivo”.

Nuestra sociedad se ha transformado, a ojos del pensador Byung-Chun Han, en el “infierno de lo igual”, de lo homogéneo, y la transparencia se ha convertido en su auténtico profeta, en una coacción sistémica que “se apodera de todos los sucesos sociales y los somete a un profundo cambio”, haciendo de la sociedad un constructo que se estabiliza y acelera al gusto de las clases dirigentes: “El capitalismo intensifica el progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como mercancía y lo exhibe”.

Por mucho que sea “más peligroso cerrarle la boca a la gente que represar un río” (Liu Xiaobo), ¿ha terminado por extinguir el sistema toda forma posible de disidencia efectiva? La sociedad y –más que nunca– los intelectuales (que aún no se han vendido) deben encontrar material suficiente, pues las razones sobran, para reformular las reglas de este juego al que todos jugamos llamado capitalismo (en su deriva más violentamente neoliberal), para reconfigurar, repensar y –llegado el caso– modificar nuestra perspectiva y dejar de ser peones para comenzar, al fin, a ejercer como torres y alfiles.


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