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Opinión-Editorial

Por qué la universidad no debe meterse en política

27 de Marzo | 21:24
Por qué la universidad no debe meterse en política
Sería algo muy osado, y hasta cierto punto incoherente y casi estúpido, afirmar ampulosamente, y en términos generales, que la universidad “no debe meterse en política”. La universidad, al menos la pública, posee dos funciones principales en el seno de cualquier sociedad: por un lado, desarrollar y practicar los conocimientos de las disciplinas que en ella encuentran cobijo, y, por otro, y más importante si cabe, garantizar la independencia de esos mismos saberes

Una independencia que, en nuestros días, se está viendo amenazada por la participación de numerosos profesores universitarios en la arena política. Por su propia definición, la universidad ha de constituirse como uno de los baluartes críticos de cualquier conjunto social sano. Quién lo duda. Nadie se atrevería a afirmar que el comprometido activismo del estudiantado, e incluso del profesorado, en términos estrictamente universitarios (esto es, en lo que atañe a cuestiones funcionales y estructurales de la universidad), resulte o tenga que resultar inocuo o innecesario. Son los universitarios, en su conjunto –es decir, quienes componen la comunidad universitaria en todos sus planteles–, quienes han de abogar por que la universidad pueda –y más allá, deba– garantizar aquella mencionada independencia, de manera que otros poderes (sean políticos, económicos o de cualquier otra índole) no se inmiscuyan en la fundamental tarea de salvaguardar la dignidad de los saberes universitarios.

Este sistema de “garantización” o independencia de las disciplinas comenzó a destruirse definitivamente con la implantación del perverso programa de Bolonia, que lleva causando estragos en los intramuros universitarios desde su implantación en España hace ya algunos años: reducción de la carga lectiva, encarecimiento de las tasas universitarias, homologación de títulos que se ha mostrado del todo estéril y dañina, supresión de numerosas especialidades (relacionadas, sobre todo, con las Humanidades y las ciencias teóricas o de base), irrupción del emporio empresarial en las decisiones académicas, y un largo y funesto etcétera.

En el desagradable contexto de la implantación del mencionado programa europeo (Espacio Europeo de Educación Superior, o Proceso Bolonia), numerosos estudiantes (y profesores) se rebelaron valiente y vigorosamente, mostrando la incapacidad de las reformas para mantener un sistema universitario precisamente independiente, esto es, no sujeto a los aires económicos, políticos o empresariales. Una tarea laudable que, sin embargo, no pudo sortear lo inevitable. A día de hoy, se hacen patentes en la universidad española las múltiples desventajas que ha supuesto la introducción de Bolonia, y tanto profesores como alumnos, en su mayor parte descontentos pero ya resignados a su suerte, sufren las consecuencias de una insultante instrumentalización del conocimiento, ya sujeto a las ocurrencias del poder político de turno y, a su vez y por ende, a los poderes económicos.

Sin embargo, asistimos en la actualidad a una particular perversidad del sistema universitario y político, una curiosa vuelta de tuerca que parece legitimar lo que en otro tiempo se denunció sin tapujos. Con la fulgurante irrupción de Podemos en el panorama político español –formación compuesta en gran parte (al menos en su cúpula más visible, pero también en su base ideológica) por profesores o exprofesores universitarios, así como por investigadores de diversas instituciones públicas–, se ha legitimado, apenas sin reparar en ello, la participación de la élite universitaria en los asuntos políticos. Desde luego que esto no es nuevo: el 29% de los diputados del PSOE son profesores; en el PP, un 20%; en Podemos, un 26%.

¿Quién se atrevería a negar la necesidad de que exista representación parlamentaria docente por parte de los distintos partidos? ¿Cómo no van a tener voz y voto (delegado, por supuesto, por los ciudadanos) quienes se encargan de proteger la integridad y sostenimiento de la educación de los más jóvenes y, por tanto, de garantizar la sana inteligencia de las mentes del mañana?

Ahora bien: como siempre, todo depende de las formas. La universidad corre el riesgo de convertirse, y me temo que lo ha hecho ya, en una facción más, en un redil político al servicio de intereses partidistas. No me inquietaría en absoluto si habláramos de la universidad privada, sujeta a un funcionamiento interno distinto y, sobre todo, financiada por instituciones que, como es natural, pueden pedir cuentas a las autoridades universitarias correspondientes.

Quienes hemos vivido y vivimos la universidad pública de nuestros días estamos hartos de denunciar la muy bien abonada endogamia por la que amigos, hijos o sobrinos de, alumnos y discípulos predilectos de, y un tan largo como penoso etcétera constituye la forma en que los nuevos profesores acceden a sus puestos. En el caso de Podemos, aunque no sólo, desde luego, y sin mencionar casos en particular (no hay nada como la culpa sabida pero no denunciada para provocar la vergüenza en uno mismo), el caso es flagrante, preocupante, vergonzoso y, sobre todo, denunciable.

Me perdonarán por la casi rudeza de los interrogantes, pero allá van: ¿cómo se atreve Podemos a desarrollar todo un programa político de ataque y derribo basado en los conceptos de “casta” y “trama” cuando ellos mismos han tomado la universidad como baluarte para defender (y más aún, propugnar, defender y hasta enquistar) sus proclamas? ¿Cómo puede la universidad –de la que precisamente nació y se nutrió Podemos– haberse convertido, o más aún, cómo pueden haberla convertido ellos mismos en el seno de una facción, en la cantera donde se forjan intereses creados y donde existen departamentos universitarios que funcionan enteramente por y para Podemos? ¿Cómo, en definitiva, lo que parecía un proyecto ilusionante de crítica a lo establecido ha devenido en un tan triste como ilegítimo proyecto (¡quién lo iba a decir!) de “casta” y “trama”?

Porque en eso se está convirtiendo la universidad pública española, en casta y trama, es decir, en putrefacción. No fuimos pocos los que, al principio, depositamos ciertas esperanzas en Podemos, cuando parecía que el programa político emanaba de la acción política… y no al revés. A día de hoy, y sin necesidad de señalar a nadie (quienes vivimos y sentimos la universidad sabemos quiénes son los culpables, y ellos también lo saben), la universidad pública muere poco a poco a fuerza de querer hacerla vivir: la universidad está siendo malversada, prostituida servilmente, y habrá quien quiera consentirlo (el poder, ya lo anotaba así Aristóteles, corrompe inevitablemente), pero a mí, como a otros tantos, nunca me convencerán de que la resistencia universitaria ha de plegarse a intereses políticos.

La resistencia universitaria debe fundarse en el interés por lo público, en el interés comunitario por mantener saberes que, por su propia enjundia, merecen ser sostenidos, desarrollados, estudiados. Desde que los despachos se han convertido en salas de alterne, me temo, no habrá nada más público que lo privado teñido de “cosa pública”. Basta de engaños. Basta de tramas. Recuperemos la universidad. Pública.



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