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LOS RELATOS DE MARÍA

La nueva vida de la señora Rosa

27 de Marzo | 13:12
La nueva vida de la señora Rosa
Los primeros rayos de sol entraron por la nueva vivienda de la señora Rosa. No era muy grande, pero a ella le daba igual, siempre le habían gustado los espacios reducidos. Estiró su cuerpo octogenario y adormecido para dar la bienvenida al creciente día. Sacó los pies de su cama, se aseo y se miró en el espejo para peinarse. Sus manos artríticas sujetaban el cepillo con firmeza, parecían raíces milenarias agarrándose con determinación a la vida. Cincuenta años trabajando de pescadera le habían pasado factura soportando la poca misericordia que tuvo el hielo con sus manos. Sus dedos eran una suerte de ramas nudosas que crujían en cada movimiento, estaban secos, igual que los ojos de la señora Rosa. Éstos, se transformaron en un páramo en el justo momento que abandonó su casa y sus recuerdos de siempre y para siempre. La habitación donde nació, la pared testigo de su crecimiento, el sofá donde le dieron el primer beso, la cama en la que tan gustosamente perdió su virginidad y ganó una ristra de hijos tras ello, el sillón en el que se despidió para la eternidad de su marido... Ochenta años de sentimientos enterrados en ocho segundos exactos. El alma ya empezaba a doler demasiado y se puso a salvo de la nostalgia concentrándose en el moño. Tras una media hora que se le hizo muy larga, consiguió recogerse su pelo blanco en un peinado que encerraba toda la dignidad de la señora Rosa; quería estar guapa para ir a su nuevo restaurante.
 
Cogió su carro, ya de paso haría también la compra. Emprendió su camino de baldosas amarillas y con la misma ilusión que Dorothy se fue en busca de la magia de poder llenarse la barriga. Pisaba el suelo alegremente, con un repiqueteo de tacón que escondía cada pedazo de pena que almacenaba en su rojo corazón. No quería que sus recién estrenados vecinos la vieran triste, la pena pudre el espíritu y la señora Rosa por encima de todo deseaba conservar su esencia. Siempre había sido una mujer dicharachera y a pesar de su secreta carga, le dedicaba un guiño a la pena procurando espantarla.
 
No tardó mucho en llegar al local, como siempre había una gran cola. Era lo malo de comer en estos sitios tan demandados, pensó con filosofía, hay que esperar. El delicioso aroma del cocido revoloteaba en el aire y jugaba con las papilas olfativas de la señora Rosa como si de un niño travieso se tratara. El estómago rugió, calma bestia parda le susurro ella, ya tendremos nuestro turno. Tras una hora bajo el frío intenso por fin pudo encontrar mesa. Los camareros eran muy amables y atentos. Siempre con una sonrisa en la boca, una palabra cálida en los labios y una oreja atenta a los pesares. Además de servir comida despachaban malestares con eficacia y gracia, tal vez por eso era la casa de comidas favorita de la señora Rosa.
 
Tras terminar su delicioso menú, se despidió con alborozo dándoles un coqueto beso a cada uno de aquellos seres maravillosos. Cogió su carro y se dispuso a ir a su nuevo banco y es que últimamente, en la vida de la señora Rosa, todo era eso, nuevo. Tras aguantar con resignación la parsimonia del tiempo, recogió lo poco que le quedaba de paciencia y cómo no, se fue a su reciente estrenado supermercado. Compró productos de higiene, latas de conservas, algo de chocolate y unos guantes para el vecino de lado, el pobre ya los tenía destrozados y a ella le daba mucha lastima. Inició su ruta agarrada a su carro y a su vida con fuerza, de la misma manera que se asía a sus esperanzas; porque eso era lo último que quería perder la señora Rosa, sus esperanzas. El cansancio empezó a adueñarse de sus piernas y decidió descansar en un banco a observar la existencia de los que eran como ella era antes. No supo de donde vino, pero una lágrima se coló por las grietas de su silencio y sin que tuviera poder de detener a su boca, ésta, les gritó con poderío: -vivid en vuestra falsa seguridad mientras podáis, disfrutad lo que creéis que os pertenece y si tenéis la oportunidad corred, corred como si no hubiese un mañana y sobre todo, huid de ellos.
 
Las miradas de los viandantes eran de temor, comprensión y lástima a partes iguales. Todos veían a una loca, nadie se paró a reflexionar que un tiempo atrás fue la señora Rosa, nadie quería conocer su nueva vida...
 
Su flamante casa pequeña no era más que una furgoneta abandonada, su bonita cama se convirtio en una colchoneta apestosa, su gran espejo no pasaba de ser un reluciente escaparate, su carro de la compra no era de tela sino de hierro con cuatro ruedas, su restaurante favorito nada más y nada menos que el comedor social en pie gracias a la beneficencia. Qué decir de su nuevo banco, una esquina como otras de tantas donde pedir una limosna y recaudar dinero para el supermercado o más bien, el economato. Sus vecinos eran mendigos como ella, antiguos viandantes sordos a las palabras, a las advertencias de las otras señoras Rosa de otros tiempos.
 
Ni ella ni ellos huyeron, no pudieron escapar de la feroz, de las aterradoras garras de la hipoteca y lo que es peor, se vieron atrapados en la poca caridad de quien la maneja.
 
Fin.


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