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Opinión-Editorial

He ahí la cuestión

25 de Junio | 13:13
He ahí la cuestión
Yo tenía un compañero que, al parecer, me admiraba. Tenía una manera curiosa de demostrármelo: criticando mi pelo, mis peinados. A mi me mortificaba, decía cosas así: “¿Qué pasa, que hoy no te ha dado tiempo a peinarte?” O estas otras: “Tienes la cara guapa, pero el pelo...” 

No puede decirse que yo le detestara por ello, pero no me hacía nada de gracia que recalcara tanto que mi cabello liso iba siempre por donde quería, a pesar de mis esfuerzos por controlarlo y darle su aquel, rulo va, rulo viene... 

Para cuando quise enterarme de que me requebraba (¿lo hacía?) ya habíamos terminado la carrera y nuestros destinos se habían separado inexorablemente. De él recuerdo su nombre, su figura y su afición inconmensurable por el rugby, afición que me contagió (jugaba en el equipo universitario y lo hacía bien). Pero “nos perdimos la pista” y hoy no se donde está, ni cómo vive. 

He tenido pocas segundas oportunidades en mi vida, la mayoría de las veces por decisión propia. En ocasiones me he preguntado sobre lo qué pudiera haber ocurrido si tal o cual causa hubiera vuelto a retomarla con una mayor madurez. Cuando dejé la Alcaldia en el año 2011, tuve la vivísima sensación de que una posible segunda etapa hubiera servido para asentar algunas cuestiones beneficiosas para la ciudad, pero las reglas de juego no las marqué yo, y son estrictas, al menos para mi. 

Aunque, quien sabe, a lo mejor nada es para nada o para tanto. Analítica como soy, muchas veces, después, he repasado en mi cabeza, asuntos, perfiles, momentos, herramientas, que de haber podido ejercer nuevamente, hubiera cambiado con total seguridad. En provecho de la mayoría. Y hasta de mí misma. 

Pero el tiempo no vuelve, así que tampoco merece la pena planificarlo en segundas nupcias, como si se tratara de un nuevo novio. Y he aprendido a desacralizarlo naturalmente. Porque puede que la trascendencia no siempre sea una virtud. Sobre todo cuando los otros no la sienten de la misma manera, ni la respetan. 

En los últimos días, se empeñan en decirme que hubo un tiempo pasado que fue mejor, y me arrullan los oídos con lisonjas y frases amables que por supuesto enriquecen mi alma y mi espíritu. Es bello que te quieran, claro. O, que si ello no es exactamente así, al menos la apariencia vuelva amables las actitudes y las palabras. 

Desde muy pequeña, yo fui una niña coqueta. Todos los domingos del año, después de la ducha y el desayuno, me sentaba al lado de la ventana, en el despacho de mi padre y me arreglaba las uñas. Mi madre me había comprado un pequeño frasco de esmalte rosa pálido, harta de que me pintara (literalmente) con un lápiz rojo, la superficie de cada dedo correspondiente a ellas. Después me ponía al estudio. Había todo un juego de matices entre el lugar, propiamente masculino, los conocimientos generales y sin género y mi manicura. Siempre fue así. He ahí la cuestión de las cosas. 

Carmen Heras



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