No coincido con José Antonio Marina en muchas ideas, pero me parece una persona intelectualmente honesta y razonable, que merece una crítica mejor fundada que muchas de las que ha recibido, durante estos días, a propósito del Libro blanco de la función docente que está elaborando por encargo del PP.
Se atribuyen a Marina varias propuestas escandalosas. La primera es la de pagar a los profesores en función de los resultados académicos de sus estudiantes. Lo que realmente ha propuesto Marina es estimular a los buenos profesores mediante el reconocimiento de su labor (de varias maneras, entre ellas – pero no necesariamente la fundamental – la de incrementar su salario). Este reconocimiento estaría en función de una serie de criterios, aún por ponderar, entre los cuales estaría, como uno más – pero no necesariamente el fundamental – el de los resultados académicos (y siempre teniendo en cuenta las circunstancias socio económicas del centro, y mil cosas más).
Yo no estoy en absoluto de acuerdo con que la clave del asunto sea la de estimular con reconocimientos (económicos o no) a los profesores. Pero me extraña que gran parte del gremio proteste ante esta medida. Al fin y al cabo, muchísimos profesores entienden del mismo modo la motivación y la evaluación de sus alumnos (mediante premios y castigos, puntos positivos y negativos, ceros y dieces). Algunos de mis colegas me sonríen con ironía cuando afirmo que los alumnos vienen al instituto con verdaderas ganas de aprender. Según dicen, los alumnos no quieren, en general, aprender, y la única manera de que lo hagan es poniéndoles exámenes y repartiendo entre ellos premios y suspensos. Los que ni aún así aprenden es que son unos vagos redomados o unos tontos de remate. No hay más... Es un poco raro que muchos de los que piensan todo esto se quejen, a la vez, de que se les quiera medir a ellos con ese mismo rasero simplón y malpensado. O de que, simplemente, se les quiera medir, como si hubiera que tener en ellos la confianza –en la vocación por enseñar— que ellos no tienen en la vocación por aprender de sus alumnos.
Lo segundo que ha escandalizado a muchos es la presunta recomendación de grabar con cámaras a los profesores. Antes que nada, esto es falso. Lo que Marina ha recomendado es que, a petición del profesor, se graben algunas de sus clases para luego analizarlas y detectar los fallos que uno no suele apreciar por sí mismo. No es más que una técnica frecuente en profesionales dedicados a la comunicación. Pero es que, incluso si la propuesta hubiese sido la de poner cámaras o paredes de cristal en las aulas, como ocurre en otros países, no entiendo muy bien en qué habría de consistir el problema. Uno de los monumentos que enseñamos a los alumnos cuando visitamos (desde hace unos años) Berlín, es la impresionante cúpula de cristal y espejos que corona el Reichstag, y que fue diseñada por Norman Foster para simbolizar la transparencia política que debe regir en una democracía (de hecho, desde la cúpula el visitante puede contemplar la actividad de los parlamentarios). Si exigimos esa transparencia a los políticos (o a todo el que nos presta un servicio, público o privado, desde el juez al carnicero que nos corta la carne), ¿qué hay de malo en exigirla también a los profesores?
En cuanto al resto de las propuestas de Marina, creo que aciertan parcialmente en el diagnóstico, aunque no en absoluto en el tratamiento. Parece claro que una de las causas de los problemas en educación se debe a la falta de formación pedagógica del profesorado (a lo que en ocasiones se une el desprecio de muchos profesores por la pedagogía – como si, siendo pedagogos, tal cosa no fuera con ellos, o como si el arte de enseñar fuera una ciencia infusa o innata que ellos no tuvieran que aprender –). Obviamente, hay muchos otros problemas en la educación (la falta de equidad, la debilidad y maleabilidad política de los principios educativos, el trato a los alumnos, etc.), pero las propuestas de Marina se circunscriben al papel del docente, no a todo los aspectos del sistema educativo.
En cuanto al tratamiento del problema, creo que Marina se equivoca. De un lado, la docencia es una profesión eminentemente “vocacional”, en la que no tiene sentido introducir incentivos como en una empresa. Aumentar el salario de los profesores (por ejemplo) no iba a hacer que los que tienen vocación tuvieran más, ni que los no la tienen la desarrollasen (a lo sumo, aprenderían a maquinar lo que hiciera falta para lograr el premio – y a enseñar eso mismo a los alumnos –). Amén de que este tipo de medidas pervierte el sentido de lo que un docente debería transmitir siempre, enseñe lo que enseñe: el amor por el propio conocimiento, sin más recompensa que la del desarrollo personal que este procura.
De otro lado, y dado que la educación va dirigida a seres humanos, la formación del profesorado no debe ser solo (ni fundamentalmente) técnica, ni de cariz puramente psicopedagogico, sino también (y sobre todo) de carácter moral, y fundada en una reflexión profunda y persistente sobre el valor y el sentido de la educación. Sin ese fundamento moral no hay, en el fondo, nada. Y con el, casi no falta, ya, nada más. El dinero más valdría gastarlo, entonces, en mejorar las circunstancias en las que tengan que trabajar esos profesores con vocación, bien formados y moralmente motivados. Si hay docentes capaces de despertar el deseo de conocimiento en aulas con treinta y cinco niños encadenados durante seis horas a un pupitre (¡y los hay, y muchos!), imaginad lo que no serían capaces de hacer, esos mismos maestros y profesores, educando tan solo a veinte, en espacios abiertos, y con todos los medios imaginables a su alcance. Esto sería... No sé. ¿Finlandia?