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Elogio de la masturbación: la gárgola de Cáceres
 | | 20 de Septiembre | 12:37
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Las gárgolas son un mundo fascinante. El reflejo de los miedos, las ansias, los sueños, las pesadillas y los ocultos deseos de la sociedad que las construyó. Son mágicas, aunque su significado sea tan prosaico como “ruido del líquido en un tubo” (gargouiller, en francés).
Aparecieron en el medievo y desde entonces. En Cáceres tenemos varias, aunque mi favorita es la gárgola onanista del Palacio de la Isla, una construcción del siglo XVI en lo que había sido el barrio de la Judería Nueva. En el Palacio de la Isla, hoy biblioteca y archivo municipal, podemos ver ciertamente lo que fue sinagoga hasta que llegó Isabel la Católica, pero antes de cumplir con Yavhé conviene mirar arriba, a la izquierda, una vez situados frente al portalón de entrada a la vieja casa señorial.
Allí está mi gárgola, una mujer masturbándose, mudo elogio del placer solitario. De un placer tan celebrado como condenado.
Cuenta Diógenes Laercio en su deliciosa “Vida de los filósofos ilustres” que estando Diógenes en medio del ágora de Atenas masturbándose exclamó – para acallar las críticas del público - “¡Ojalá fuera posible frotarse también el vientre para no tener hambre!” Ojalá, que duda cabe.
Carpe diem, quam minimum credula postero, canta la undécima oda de Horacio. Disfruta del presente, dando el mínimo crédito al porvenir. Así debió pensar, recreo yo, el anónimo escultor de mi gárgola del Palacio de la Isla. Una provocación, sin duda.
Cuando yo era pequeño aun se decía en los recreos que “la paja” nos dejaba ciegos. ¡Cuántas cosas se han llegado a escuchar en los patios de colegio! ¿Por qué ese odio al placer, al disfrute del sexo, al descubrimiento de uno mismo? Sobre la masturbación se ha escrito mucho. La jerarquía de la Iglesia ve en la misma una práctica horrenda porque derrama el hálito de Dios, el semen, algo así como almitas en potencia. Es el crimen de Onán (Génesis 38,9) De ahí que en tiempos más gozosos para su religión extendieran el feo rumor de que el onanismo provocaba enfermedades, hacía salir granos, producía parálisis y demás fantasías que podemos leer con humor en algunos libros de pseudo-medicina del siglo XIX.
No siempre fue así. En otras épocas menos pacatas y más libres en la relación con el cuerpo, el sexo se veía como algo natural, de lo que no había que avergonzarse. Léase, por ejemplo, el Ars Amatoria de Publio Ovidio Nasón. Y al poeta Lucrecio, quien nos anima a aprovechar las ventajas que ofrece el uso hedonista del cuerpo.
Volvamos otra vez a Diógenes el cínico, quien admiraba a los peces porque, más sabios que el hombre, se frotan el vientre sobre un material áspero tan pronto como sienten – dice -la necesidad de eyacular. No estoy por comprobar ahora si hay alguna base biológica en esta afirmación – sospecho que no – pero la idea del pez masturbador es altamente atractiva. Los primeros cristianos se identificaban con el pez, pero el suyo no tenía nada que ver con el pez de Diógenes. Como la noche al día.
Todo este mundo represivo, obsesionado con el pecado de la carne, incómodo cuando se habla de sexo, no duda en asomar su patita incluso en pleno siglo XXI. Recuerdo por ejemplo las críticas a los cursos que con el título de “El placer está en tu mano” ofreció hace unos años el Consejo de la Juventud de Extremadura con financiación de la Junta.
En fin. Allá pajas, porque no me cabe duda de que una sociedad donde uno pueda ser feliz consigo mismo y hacer feliz a los demás, que tenga una relación normalizada y sana con su propio ser corporal será una sociedad más justa, mejor… al menos más vivible.
Nota: la foto, por cierto, la hizo un buen amigo, Valdomicer, experto en los otros dos grandes placeres de la vida: la gastronomía y la buena conversación junto a unos vinos.
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