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Adiós, amigo Fulgen

16 de Julio | 10:53
Adiós, amigo Fulgen
Llegó a mis manos -cuando no conocía a nadie, cuando el Teatro para mí era un mundo lejano y los que en él respiraban gente extravagante y pasional- “Veinte millones de dólares”. Leí cada una de las páginas y recuerdo memorizar algunos de los diálogos. Entonces era una criatura que buscaba en internet, ansiosamente, obras teatrales de autores extremeños, porque francamente no conocía ninguna, y a escritores de mi región… más bien pocos. 

Me regaló un ejemplar de “Veinte millones de dólares” una persona especial para mí, diciéndome: “Algunos párrafos debes leerlos lentamente y quizá más de una vez”. Y como el ruido interrumpía la lectura de ese texto en concreto, lo hice por la noche. Mágicamente, sí, mágicamente, El soldado muerto, una de las marionetas con las que el creador compone la obra, se quedó clavado en mi interior. Muchas de sus intervenciones empezaron a flotar a mi alrededor y, mágicamente –sí, digo mágicamente otra vez- tonadas fúnebres, órganos de Bach, y algún Réquiem de Mozart –Lacrimosa y el Lux aeterna- envolvieron mi asiento. Por ello, volví a leer una y otra vez esa maravillosa creación, cuyo autor no tenía idea de quién era, solo di con él a través de imágenes que Google me proporcionó. 

Un tiempo después, espero que mi memoria esté ordenando bien las cosas cronológicamente, asistí como público, junto a mi familia, a “La última copla”, que representaban en las noches de verano en Badajoz, y mis ojos se clavaron en el grotesco curita bebiendo anís y haciendo aspavientos. ¿Qué tienen los teatreros que me paralizan tanto? Me repetía a mí mismo una y otra vez cada instante en el que veía una obra. ¿Por qué hablan así, por qué lo que dicen sigue resonando por dentro, en mi estómago, y algo extraño en mi cabeza va desgranando todas y cada una de las palabras? ¿Por qué ese extraño sacerdote beodo, que se está poniendo de anís más que fino, habla de esa forma, y con esa voz? Su voz… su profunda voz también se quedó en mi recuerdo, por suerte, eternamente. 

Pasaron los años. Poco a poco, y con esfuerzo, y con una serie de acontecimientos, me he ido introduciendo en el mundo extraño que yo veía, y cada uno de sus componentes me ha hecho sentir como uno más… ¿De qué? De la familia. Así me he sentido en muchas ocasiones, como un familiar que llega a la casa y dentro de ella le esperan con los brazos abiertos. Así es el Teatro. Ahora soy uno de ellos, respiro teatro, hablo en idioma teatral, gesticulo como tal, y he querido, quiero y lloro por los que son como yo.

Hace unos años, en las Actividades Paralelas del Festival de Alcántara estrené una obra, “El Quijote en una Europa de duelos y quebrantos”, que me dirigió mi amigo Pablo Pérez de Lazárraga. En julio, cogí un bus y fui hasta allí para ver los ensayos y qué me tenía preparado el director. La estancia fue maravillosa, y estuve feliz, como pocas veces lo he estado, de oler teatro, de ver sobre las tablas a los personajes encarnando lo que yo había creado. A una cierta hora, Pablo metió prisa porque otro grupo tenía que usar la misma sala para ensayar. Me levanté de la butaca, e iba derecho a la puerta de salida cuando una voz grave y profunda dijo: “¿Qué tal, Pablo?” La memoria me devolvió ese instante en “La última copla”. Me giré y vi a un hombre bajito, con una mirada entre triste, soñadora y bondadosa… Y era verdad, su sonrisa también despedía bondad, y su forma de abrazar, de hablar, y de mirar… “Miguel, este es Fulgen Valares, un fenómeno que tenemos aquí en Extremadura”. Así me lo presentó Pablo. Y Fulgen, sin conocerme, me dio un abrazo. Yo, mirándole fijamente a los ojos, le comenté, entusiasmado: “El Soldado muerto, Fulgen… El soldado muerto me encantó”. Y él, bajando la vista modestamente, me pidió que me pasara por el Festival, que nos teníamos que tomar una cerveza. 

Ahí empezó mi amistad con Fulgen. Corta, pero intensa, pude saborear lo que otros durante más tiempo. Me percaté del valor que Fulgen escondía y de la humildad con que lo disfrazaba. Durante la cerveza que me dijo nos tomáramos –no sé si tras “El Cerco de Numancia”- me dio una lección de teatro y esfuerzo que me motivaron a seguir escribiendo. Fulgen, con un chaval que apenas conocía, reveló lo que él sabía, los entresijos, lo que había aprendido. Todavía por aquel entonces no paraba de repetir eso de “Aún sigo siendo aprendiz de teatro”, y unas cuantas frases más que me chocaron y me hicieron pensar. También, después de atragantarse con la espuma, me soltó: “Si no te salen ahora las cosas, no llores ni te angusties, eso quiere decir que tienes mucho tiempo libre para crear. Tú siempre crea, que para eso has nacido y eso es lo que gente espera de ti”. No me dejó en ningún momento hablarle de “Veinte millones de dólares” y de lo que significó en mi formación. 

Fulgen, la otra noche la pasé recordando tus llamadas telefónicas, y tus enhorabuenas. La otra noche se hizo eterna, y la pasé rememorando todas las cosas que me dijiste y aconsejaste durante el cerveceo. Viste lo que yo quería que vieras: no al autor de una obra de denuncia y desconsuelo, sino a un chico que lo que más necesita no son las ovaciones, ni los aplausos, sino los consejos. Yo también soy aprendiz, y como tú Fulgen, como tú me has enseñado, moriré siéndolo. Todos somos aprendices de cosas. Quien diga lo contrario, no sabe por qué hace Teatro. Tú también me dijiste que el Teatro consiste en aprender, porque así se mejoran las cosas. 

Fulgen, escribo esto porque soy tan cobarde para llorar amargamente, que las lágrimas que me salen son estas palabras. Te las dirijo a ti en esta sección de El Correo Extremadura porque te las mereces. Desde donde estás, vivo de seguro, contempla la jugarreta que te hice la otra noche: volví a abrir “Veinte millones de dólares”. Sí, querido, me recomendaste que leyera a otros autores de talla. Pero la pasada noche fuiste tú el protagonista. 

Fulgen, amigo, ¿todavía no te has dado cuenta de que las obras que publicamos los autores no son sino nuestras propias lápidas? ¿Tampoco has podido adivinar que el título con el que la adornamos no es otra cosa que el mismísimo epitafio? Por eso, cuando me enteré de la noticia, por la noche, a solas y bajo la luz del flexo, te vi en tu lápida, con el epitafio ya repetidísimo en esta tribuna. Y te recuerdo, Fulgen, te recuerdo en ese ensayo en el que coincidimos. Al mirar tu portada veo tus ojos de ternura, los ojos de Fulgen Valares. 

Los escritores somos los seres más cobardes que existen, porque le tenemos pánico al olvido. Quizá, y solo quizá, ese sea uno de los motores que nos haga crear y contar historias. No morir en el olvido, sino pervivir en el recuerdo. Los escritores, y los pintores, y los artistas en general tenemos un olfato especial. Tras la marcha de una persona a la que queremos, una música nace y nadie más la escucha. Es la música del silencio. Eso es. El silencio y el olvido. Cuánto silencio has dejado sin poder escuchar tu risa característica y escandalosa. 

Hoy, por la noche, volveré a sujetar el libro y ver de nuevo tus pupilas. El silencio nocturno me regalará, al compás de la música que nos has dejado, el ritmo de tu risotada. 

Buen viaje, y avisa cuando llegues. 

Adiós, amigo Fulgen.


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