Se miraron sus cuerpos rotos, desnudos, vestidos de roja sangre. Sus manos magulladas, sin uñas, sin carne. Las piernas arañadas, flácidas tras el duro combate. Los torsos contusionados, de tonos azules, amarillos y malvas, restos de antiguos y nuevos cardenales.
Se llevaron la mano al pecho, pum pum. El corazón les latía lento muy lento, tampoco él se había librado del común escarmiento. De la sin razón, de los credos, de los patriotismos ensalzados y gritados al viento. Palabras vanas, palabras huecas, feas y horrendas.
Pero lo peor estaba por venir, se presentía como una embriagadora peste, una clara putrefacción que inundaba el ambiente. Almas sin vida, almas muertas.
Él las había devorado, a bocados, a mordiscos, a dentelladas salvajes. Se alimentó de sus argumentos, de sus razones convencidas, de su diálogos mudos y de sus inútiles lamentos.
Sólo hay una esperanza en el gris paisaje, los brotes verdes que aún no han sido contaminados. Pero él les acecha, les amenaza, se camufla en los cuerpos adultos y grandes.
Un grito desgarrador rompe el silencio y cae una lágrima que abona la simiente que crece.
Y la memoria de esa gota salada trae el fertilizante del arrepentimiento en esos ajados cuerpos que también empiezan a llorar ferozmente.
Él tiembla, se tambalea y ve acercarse el peligro en el horizonte.
Y esos espíritus fallecidos empiezan a revivir, cuando se liberan del monstruo. Aún no se atreven a pronunciar su nombre, les avergüenza reconocerse a sí mismos que les sometió él, el ODIO.