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LOS RELATOS DE MARÍA

Y quise darle celos...

23 de Agosto | 11:59
Y quise darle celos...
Mi marido, el señor Rogelio, sintió la punzada de los celos como una cuchillada certera en medio de su corazón al verme... Esperen un poco, aún es pronto para contarles el final de esta historia. Comencemos en el momento exacto, si ese mismo donde empezó todo, más concretamente cuando mi esposo giró el cuello casi ciento ochenta grados para ver correr a un grupo de hembras esbeltas con culos y pechos recauchutados. 
 
Fue en una tarde de primavera dando un paseo por el parque, justo antes de llegar al estanque de los patos, cuando mi Rogelio casi pudo romperse las vértebras al contemplar tanto culto al cuerpo, a la belleza exuberante, exultante e insultante para mi horonda persona. Sí señores, debo reconocerlo, a mí también se me cayó la baba ante tanta silicona bien puesta. Pero este hecho no impidió que el fuego ardiente me subiera por el pecho en forma de horribles celos. Miré a mi Rogelio y en silencio le lancé un juramento: a los patos pongo por testigos que te devuelvo este sufrimiento.
 
Al día siguiente bien tempranito me dirigí hacia el primer lugar de mi objetivo: una tienda de deportes. Entré predispuesta por la puerta y se me quitó el dispuesto al ver a la empleada; era una de aquellas chicas trotadoras que le trastornó el sentido y la vista a mi Rogelio. Al verme, se dirigió a mí de forma muy educada para preguntarme qué deseaba. En mi interior le dije que tener veinte años menos, treinta kilos menos y dos pechos que botaran libres al viento; pero como la lista era demasiado personal y larga mi boca soltó con vergüenza: una ropita para hacer deporte. La hermosa señorita me echó una mirada lastimosa calculando mi índice de grasa, veía correr en sus ojos los números de la misma manera y a la misma velocidad, que en el peso de la farmacia. Fue al fondo de la tienda, donde se guarda la ropa para los gordos y me sacó un par de conjuntos fosforitos de no sé cuántos XXL. Por vergüenza y por despecho me lancé a la aventura de llevarme las vestimentas sin probarme ninguna de ellas, pagué con la tarjeta de mi Rogelio y fui con paso ligero al segundo destino de mi aventura.
 
La siguiente parada fue el Gimnasio Olimpo. Un templo de esculpir cuerpos con el compás de la música de un after hours, o lo que es lo mismo, los locales esos donde la gente trasnochada funde las horas de la madrugada. Entré con paso flojo e ideas firmes: ponerme en forma costase lo que costase. El monitor era un dios Zeus, un David de Miguel Ángel, un Adonis hecho carne, me recibió con una sonrisa de cortesía y una mirada comprensiva por el esfuerzo de pisar su local torturador y exterminador de mis lorzas. Me dio un formulario, un plan de dieta, una tabla de ejercicios y muchos ánimos para emprender el gran reto en el que me había sumergido de lleno.
 
A la mañana siguiente empecé mi dieta. En lugar de mi habitual desayuno: un chocolate caliente para mojar mis cinco churros, un café acompañado de tres magdalenas y para rebajar un tecito con sacarina, me tomé una triste agua con limón y una solitaria manzana. Mi estómago rugía como una fiera salvaje y me echaba en cara el vacío de mis tripas. De esta guisa fui a ponerme mi recién adquirida vestimenta de deporte. Elegí una camiseta rosa chillón y un pantalón naranja fluorescente, si ya lo sé, no concuerdan los colores, pero fue lo único donde pude meter a rosca mi cuerpo. Los michelines me salían por todos lados haciéndome roscas, creo que hasta el muñeco del Michelín parecía más estilizado a mi lado. Cogí el bolso y como pude encaminé mis pies hacia el Olimpo, la gente volvía su mirada a mi paso y es que no era para menos, no todos los días se contempla a un embutido andante y luminoso. 
 
Nada más llegar, el amable monitor me tomó de la mano y me subió a mi primera máquina de tortura: una bicicleta estática. Las primeras veinte pedaladas fueron bien, después de ahí, la cosa se desvirtuó. El sudor empezó a recorrerme el cuerpo; lo sentía bajar por mi cara, mi cuello, mi espalda, era la cascada del Niágara empapando mi trasero. Toda yo era una masa colorada y húmeda a la que se le iba el aire y la vida en cada pedaleo. A duras penas conseguí terminar los cinco primeros minutos, cuando vino la mayor sorpresa. El dios griego para incrementar el ejercicio me ordenó que subiera y bajara del incómodo sillín a ritmo de DJ Cobra. Ese muchacho que canta: si la cosa suena ra..., pues bien, para mi desgracia mientras yo hacía mi nueva rutina mi ropa hacia crack. Lo que me faltaba para el lote: roja, mojada y crujiente. Más que nunca y en la redondez de mi figura me sentí una sandía de indeterminados kilos. Les juro, que en mi interior recé para que la licra fuera resistente y no se desgarrase a la par que mi vergüenza. Pero no, DJ Cobra apretaba y la tragedia se mascaba. No sé en que punto exacto ocurrió, si fue por el estómago vengativo y revuelto, pero sobre todo, qué fue lo primero... En medio de aquel subir y bajar, en pleno si la cosa suena ra mis costuras traseras hicieron crack y dejaron escapar un sonoro pedo justo cuando la música acababa y se hizo el más completo silencio. Imaginen la escena: fue como si un enorme globo naranja explotara dejando escapar de su interior un aire fétido. Lo más humillante fue la soledad que se hizo en un instante a mi alrededor, ni la bomba atómica habría hecho semejante limpia. Siempre me quedó la duda de qué propició los hechos: si el desgarro final fue por el gas o la rotura liberó al pedo prisionero. Lo único cierto, es que mi enorme y blanco trasero quedó expuesto ante aquel adonis que estaba justo detrás de mí y que como tenía la boca abierta para dar órdenes, se tragó entera mi apestosa ventosidad; creo que aún le oigo vomitar entre mil maldiciones. Obviamente no hizo falta que me prohibiese la entrada porque nunca más volví. Robé una toalla y con ella me tapé el estropicio que propició otra clase de venganza...
 
Ante el fracaso de mi dieta y el ejercicio, elaboré un plan malvado y siniestro para cumplir el juramento que hice ante los patos: hacer creer a mi Rogelio que tras sus recientes análisis de sangre, tenía el colesterol alto y podría correr el riesgo de sufrir un fulminante infarto. 
 
La jugada me salió redonda señores, aquí lo tengo comiendo acelga cocida mientras mira como devoro la pringá del puchero. Y es que al final me salí con la mía: conseguí darle celos.
 
Fin.
 
@María Martínez Diosdado


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