Arranca la rutina. Y se abren los pasillos. En una vorágine densa se entremezcla el polvo de los meses y del abandono. Y junto con los primeros rayos de sol que cruzan los vidrios al alzarse las persianas, la mirada de los recién llegados. La sonrisa de la bienvenida, y un tenue amargor oculto por alguna extraña razón. Se adivina, por cierto, a pesar de las ganas que se puedan tener –y si no se poseen, más vale rezar para que estas aparquen en tu alma- el pánico a la contingente etapa que se avecina…
Hablo de la vuelta al cole en general, y la universitaria en particular.
No sé por qué, se lo achaco a las últimas circunstancias acaecidas y los ecos de los noticiarios, se extiende entre lo descrito al regreso de las vacaciones, una atmósfera pestilente de sospecha, desconfianza, odio, rencor y envidia. Son numerosos los gazmoños que irrumpen con virtudes del tipo de: “Qué ganas de empezar”; “Es bueno volver a la rutina, porque se echa de menos trabajar”; “Este verano he surcado las playas del Caribe después de haber estado comiendo chocolate belga, en Bélgica, por cierto”. Y uno que se calla y escucha. Y descubre al cabo de meses que lo más próximo que esa persona estuvo en el Caribe y bebió de los cocos recién extraídos de sus correspondientes cocoteros consiste en el póster colgado en la pared de la típica cubanilla con bikini y falda de flecos con una bandeja en la que descansan ponches y cosas de esas exóticas que, se supone, nos hacen sentir sublimes y deidades dignas de admiración. Lamentable, pienso antes de escuchar la sarta de superficialidades. Qué gilipollas es la gente, me digo una vez acabado el ramalazo de análisis y de poesía.
Ya pasada esta sucinta crítica agónica de esos enajenados gaznápiros, quiero incidir en la atmósfera que he recalcado –en la de sospecha, envidia, etcétera-. Vivimos en un crisol de furia a causa de la desconfianza. Sentimos una infidelidad atroz hacia el renombrado título de la Universidad, centro insigne de, creo, conocimientos, pensamiento crítico, libertad creativa, y estas sandeces que poco a poco me canso de repetir e incluso se incorporan a un pequeño rosario litúrgico. Yo solo de oírme me ciño un cilicio, pero debo ser un poco sádico que vuelvo y vuelvo… ¡Ay, recalcitrante de mí!
No nos percatamos de que este curso va a estar plagado de dichos, refranes y chanzas acerca de lo cierto de nuestros currículums, y qué decir de aquellos que terminan su etapa universitaria y nos comentan: “Pues me voy a Barataria a hacer un máster en esto”. Y la palabra “máster” resuena en nuestras sienes como lo hace el “cáncer”, o la palabra “refugiado”, o por ejemplo, aunque tristemente, “Quijote”.
Después de esta revolución política que demuestra la poca confianza que debemos depositar en sus propaganduchas, en sus ideales de pacotilla, en las proclamas de encorbatados y de perroflautas, y de tantos y tantos tiñalpas –pregúntenselo a Pérez Reverte- que tiñen nuestra historia de un tóxico irreverente. Por culpa de los tantos másteres mafiosos, de títulos levantados en el aire, y demás –no solo ocurre en el PP, lo comento también para esos medios de comunicación que solo han colocado el ojo de mira de su rifle en el rostro sin arrugas de Cifuentes-, miramos de soslayo hacia nuestras propias asignaturas aprobadas y méritos conseguidos. Rechazamos la ayuda bondadosa que un profesor misericordioso pudiera proporcionarnos no vaya a jodernos el futuro con algún detective en ciernes con ganas de salir en pantalla al demostrar un insulto a la honorabilidad, y perogrulladas de esas que ya van reventando este país y vaciando el pozo de paciencia de las gentes.
Que un alumno se tire más de tres cuartos de hora en el despacho del profesor nos hace renacer el sentimiento de sospecha. ¿Qué hará tanto tiempo en ese escondrijo? ¿Qué interacción existirá en esa covacha que ninguno de los dos de ella sale? ¿Y mi futuro, Dios santo? ¿Y si aquel, por tener los ojos azules, me adelanta en dos asignaturas y le es aprobado el TFG, y se inserta en el mundo laboral y yo… y yo…? Yo a pedir debajo del puente, yo a recordar esos momentos de sospecha, la ingratitud, la iniquidad, el odio… y la envidia. Sentimiento que colorea nuestra bandera y nuestros corazones, muy a lo español.
Y mientras tanto, continúan elevándose las persianas hasta encajarse, blandiéndose las listas, colgándose los calendarios, y limpiándose el polvo de tiza y el olor a rotulador deleble y a alcohol noventa y seis grados. Comienza el curso, un curso próspero, diría, como siempre, el Rector y su equipo de aguiluchos, y todos los tutores ilusionados con sus miradas de cetrería sobrevolando nuestras cabezas… y nuestros bolsillos. Comienza el 18-19. Comienza la atmósfera, el odio y la competición. Y que no me ayude nadie, por favor, que no extienda nadie su brazo en mi beneficio.
Feliz curso.