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LOS RELATOS DE MARÍA

Sebastiana y el crucero

26 de Septiembre | 11:02
Sebastiana y el crucero
Mi amiga Romualda más conocida como, "La punto y aparte", porque después de que vea tu futuro tu vida da un giro radical, me miró preocupada. Abrió su boca sin dientes y con su voz ronca y de ultratumba mandó a su marido Remigio, "El punto y final", a comprar tabaco, rara circunstancia teniendo en cuenta que el hombre no había fumado jamás. Cuando estuvimos a solas me observó de nuevo con su "ojo cagao" o tuerto como gusten, y el otro de cristal. Cogió el bolo de la lámpara, que no la bola de cristal y susurro algo que fui incapaz de entender. Después, en lugar de los tradicionales posos de café, agitó el calcetín sucio y lleno de pelotillas de mi Rogelio para adivinar lo que yo quería saber. Lo retorció, lo volvió del derecho y del revés, lo lanzó al techo y al suelo, le escupió ginebra Larios y le dio con la vara del romero, todo esto mientras le hacía una danza convulsionada que a mí me tenía acojonada. Al terminar paró en seco y con su voz terrorífica me dijo: —Sebastiana, tu marido guarda un secreto.
 
Al oír estas palabras la "pringá" de la mañana se me "arrebujó" a medias con la culpa por casi mandarlo al otro barrio y la sospecha de que algo pasaba. Desde hacía días notaba raro a mi Rogelio. Siempre callado, con poco apetito, temeroso y sudoroso. Al principio pensé que fue por la famosa noche que le preparé, pero ya llevaba en ese estado demasiados días y no me daba ninguna respuesta cuando le preguntaba. Ante la angustia de la situación no me quedó otra que acudir a Romualda, "La punto y aparte".
 
Tronó de nuevo su lengua para decirme que la solución era irme de crucero porque según su versión cuando la gente está feliz dice las verdades ocultas. Este buen consejo llevaba frases entre líneas. El crucero era porque el inútil de su hijo regentaba la única agencia de viajes del pueblo y lo de la felicidad, para venderte su pócima mágica. Con mi desesperación no eché cuenta ni de una cosa ni otra. Me preparó su brebaje "suelta lenguas" y su hijo días después me hizo llegar los pasajes para el calor caribeño.
 
Con la excusa de tener una verdadera luna de miel, ya que la primera fue ir en burro al pueblo de al lado, convencí a mi marido para embarcarnos en el crucero. Eché cuatro trapos en la maleta de tela a cuadros y puse rumbo al destino o al secreto de mi Rogelio.
 
El primer día en el barco fue de órdago. Aquello subía y bajaba, bajaba y subía en medio de la tormenta tropical que nos cogió por banda. El pobre Rogelio echó hasta el alma por su boquita y no me atreví a darle el jarabe de la Romualda. El segundo el mar estaba como un plato, no puedo decir lo mismo de nuestros vecinos de barco. De que vieron a mi marido amarillito como la cera, todo "escuchumizado", con el bañador subido hasta los sobacos marcándole los huevecillos "arrugaos"y los pelos del peluquín revueltos de medio lado, se extendió una marejada de risas más grande que las olas del día anterior. Mi Rogelio sintió el orgullo herido y se empeñó en encerrarse en el camerino, otra oportunidad perdida para darle la bebida.
 
Al tercer día era la cena de gala y ahí ya no podía dejar escapar la ocasión. Nos vestimos con nuestras mejores prendas: mi Rogelio con su traje negro de pana gorda y la boina a juego y yo con mi traje de flamenca; en lugar de volantes, las hondas de los michelines me hacían oleaje por lo estrecho. En el brindis del capitán aproveché el descuido por la lágrima emocionada de mi marido y le eché por fin el brebaje de la verdad.
 
Hasta el tercer langostino todo fue bien, después la cosa se desvirtuó. Las tripas de mi Rogelio sonaban a samba al ritmo del timbal que marcaba el fornido músico de la orquesta. A golpe del tambor, pac, las tripas de Rogelio gruñian, grrr. Para quitarse el desasosiego decidió salir a bailar y aquello ya se salió de madre. Los calambres estomacales de mi Rogelio eran confundidos con pasos de baile y la gente asombrada le hizo un corrillo en medio. Se transformó en el rey de la pista. Torso para abajo, culito para arriba, mano en los cachetes, piernas cruzadas y los pies al paso de Chiquito de la Calzada. Era un: —no puedo, no puedo..., llegar al baño. Mi Rogelio me buscó y yo lo rescaté avergonzada ante la culpa de la situación.
 
Ya en el baño se dedicó a lo inevitable: a pintar al señor Roca al "gotelé". Todo él era ruido, todo él era lamento: —Ay Sebastiana, ¡qué malito me encuentro!
 
Después de dos horas encerrado en el baño y cuando ya no le quedaba nada más que arrojar por la abertura trasera se echó a dormir para mi sorpresa. En medio de la noche, me levanté a escondidas y leí las instrucciones de la pócima: administrar después de las comidas, posible efecto laxante. Mis ojos se abrieron como platos y más aún cuando leí el otro efecto secundario: posible sonambulismo; esa parte también se cumplió. Mi Rogelio se levantó con su pijama de franela pegadito al cuerpo por el  sudor, cogió papel y bolígrafo y escribió una confesión: —Sebastiana, tengo un secreto...
 
Cuando creí que por fin me enteraría el brunete del barco tocó la sirena en honor al baile de mi Rogelio y éste, se despertó. Al final me he quedado con la intriga de saber que se calla y la duda de si darle más brebaje. ¿Ustedes qué opinan?
 
Fin.
 
©María Martínez Diosdado.


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