El pasado viernes, un sujeto, que responde al nombre de Daniel Pérez Berlanga, empotró su coche, cargado con dos bombonas de gas y un artefacto explosivo de fabricación casera, contra la sede nacional del Partido Popular.
Afortunadamente, las consecuencias de este acto violento quedaron circunscritas a lo material. Aunque, por el modo y momento de ejecutarlas, pudieron haberse hecho extensivas al terreno de los daños personales, provocando una auténtica desgracia.
“¿Cuál fue la motivación que llevó al sujeto a cometer esta acción violenta?” Es la pregunta que los medios se han hecho y tratado de responder, a raíz de lo acontecido. Pero, dicha cuestión, sólo podría contestarla el tal Pérez. Careciendo de sentido, por tanto, las suposiciones y conjeturas de los demás. Pero, también, las razones aducidas por el propio sujeto en sus declaraciones, ya que su testimonio puede resultar de dudosa veracidad, y sus explicaciones, no sinceras. Porque, primero: sólo se podría hallar la verdadera motivación examinando algo tan poco tangible como el pensamiento. Y, segundo: Poco importan las razones que ahora arguya Pérez Berlanga para justificar sus deplorables actos, porque son de todo punto injustificables.
Habría que reflexionar, sin embargo, sobre ese clima que algunos están contribuyendo a crear. Un clima que, en cierto modo, puede ser el caldo de cultivo para que ciertos perturbados se líen una manta a la cabeza y hagan este tipo de barbaridades.
Porque nada justifica las acciones violentas. Nada. Y nada es nada. Porque, en las sociedades democráticas, hay medios para combatir, pacíficamente, aquello que no gusta. Porque hay procedimientos políticos y administrativos para tratar de cambiar aquello que se observa que no funciona. Porque hay órganos a los que se puede recurrir para denunciar las ilegalidades y combatir las injusticias. Y porque hay fórmulas legales para solventar los problemas siguiendo los cauces habilitados para ello.
Pero la violencia no es una opción en ningún caso. Ni siquiera una opción. En una democracia regida por el Estado de Derecho, no. Porque, en un régimen democrático, no hay lugar para los justicieros que aplican su propia ley. Porque, en un régimen democrático, no hay espacio para la Ley del Talión, ni para el dañino y degradante “ojo por ojo, y diente por diente”. Porque, en un régimen democrático, no se pueden auspiciar las vendettas de nadie. Porque, en un régimen democrático, no ha de haber posibilidad alguna de que cada cual se tome la justicia por su mano. Porque, en un régimen democrático, el fin nunca puede justificar los medios.
Y que nadie se lleve a engaño: quien no condena el uso de la violencia, alienta a quienes quieren imponer su voluntad mediante la fuerza; quien disculpa a los que utilizan métodos violentos, ampara sus acciones; y quien protege a los violentos, es cómplice de sus actos, y tan responsable de las consecuencias de los mismos como los primeros.
Por eso hay que tener muchísimo cuidado con qué discursos se hacen. Porque las voces públicas pueden inspirar altos ideales e iniciar cambios sociales positivos, pero, también, inflamar ánimos y engendrar semillas de males mayores.