Confieso que nunca les he conferido demasiada credibilidad a las encuestas electorales que publican los medios de comunicación y el Centro de Estudios Sociológicos. Sé que, en la mayoría de los casos, son estudios demoscópicos que se realizan de un modo riguroso, y que los datos que arrojan, aunque estén “cocinados” en muchas ocasiones, aclaran las tendencias del electorado. Pero, aún teniendo certezas de esto, nunca me he fiado del carácter predictivo de esos estudios.
Normalmente, hay alguna encuesta que se acerca a los resultados reales que se producen después. Pero, claro, entre tantas que se publican, raro sería que alguna, aunque sólo sea por azar, no se aproximase a los porcentajes de voto o al número de escaños alumbrados por las urnas.
Si, hasta ahora, los resultados de los estudios de intención de voto eran de poco fiar, desde la irrupción de Podemos en el tablero político, lo son mucho menos. Sobre todo porque, tras la aparición de este nuevo agente político, esas encuestas que antes hacían dudar de las diferencias entre el primer y segundo partido en liza, ahora crean incertidumbre hasta sobre quién sería el ganador de las próximas elecciones generales. Porque las hay que dan como vencedor al Partido Popular, las hay que apuntan a una victoria del Partido Socialista, y las hay que dan como triunfador a Podemos. O sea que, seguro que algún centro de estudios acierta, porque han producido resultados para todos los “gustos”.
A este desconcierto y falta de uniformidad, que se manifiesta hasta a la hora de medir el repunte o descenso en los apoyos de cada uno de las tres formaciones que parecen tener posibilidades de alzarse con el apoyo mayoritario de la ciudadanía, se suman factores que, sin duda, alteran el paisaje general que cada una de las encuestas pinta.
Quiero decir con esto que, con las encuestas, pasa como con otros muchos aspectos de la vieja política, que están perdiendo vigencia tal cual estaban planteadas, y que hay que reformarlas, repensarlas y ejecutarlas de un modo diferente.
Porque -dada la situación laboral actual- no es lo mismo llamar a un domicilio y preguntar por la intención de voto en horario laboral, que hacerlo cuando todos los miembros de una familia (parados y empleados) están en casa. Si una encuesta se realiza en horario laboral, es más probable que la persona que atienda el teléfono esté desempleada, y este factor laboral -dado el momento que vivimos- puede resultar, sociológicamente, más significativo en las diferencias entre dos grupos de control que otros factores como el sexo, los estudios o la edad.
Pero no sólo puede venir de ahí la posible desviación en la predicción de futuros resultados, porque también es tradición, en este tipo de estudios, la puesta en contacto con el encuestado a través de un teléfono fijo, con lo que se ignora la opinión de una franja de votantes que sólo reconoce el teléfono fijo como ese instrumento que viene de “regalo” con el modem que permite conectarse a internet en casa. Toda esa masa de votantes primerizos (usuarios, en exclusiva, de teléfonos móviles), queda, de este modo, si no anulada, sí ciertamente mermada en términos “opinativos”. Y, al igual que con ellos, ocurre con las familias que no pueden pagarse un teléfono fijo, por ejemplo.
Y, claro, qué quieren que les diga, que la suma de todas estas objeciones (y de otras muchas, que sería muy largo de detallar) no me permite confiar en la infalibilidad de las encuestas.
Que sí, que reconozco que a todos nos gusta jugar a hacer quinielas, a elucubrar con qué pasará, a predecir un futuro que no tardará en hacerse presente. Pero, para esto, créanme, estoy seguro de que no hace falta que los diarios gasten dinero en comprar encuestas, porque leyendo los posos del café, o acudiendo a Carlos Jesús “el Micael” o al televisivo Sandro Rey, conseguiríamos, probablemente, datos con una fiabilidad más o menos parecida a la de esos resultados publicados que, unos y otros, aprovechan para tirarse los trastos a la cabeza.