Siempre han estado ahí, haciendo de las suyas. Pero, en épocas de crisis y dificultades, sus conductas y actitudes resultan aún más sangrantes que cuando atravesábamos épocas de bonanza económica.
Sus aspiraciones en la vida no van más allá de la subsistencia, pero con comodidades si puede ser, eso sí. No son tan avariciosos como los implicados en las tramas de las tarjetas black, en Madrid, o de los EREs y cursos de formación, en Andalucía, porque se conforman con vivir medianamente bien, y porque –seamos realistas- tampoco tienen a su alcance esas sonrojantes cantidades de dinero. Pero, igual que a los sacamantecas oficiales de allá y acullá, a ellos también les gusta aprovecharse del esfuerzo ajeno, y nutrir sus economías domésticas con lo que nos estafan, birlan o distraen a los curritos que pagamos, religiosamente, nuestros impuestos.
Me refiero a algunos de esos pícaros llorones que se han acostumbrado a vivir de la sopa boba de lo público, sin dar palo al agua, y que, tras una inspección o supervisión mínimamente rigurosa, son desposeídos de unos privilegios que los paganinis de clase media les habíamos proporcionado, paciente y generosamente, durante décadas. Me refiero, por ejemplo, a esos que han disfrutado, durante lustros y lustros, de la posibilidad de habitar una vivienda pública, y no han tenido la dicha de pagar ni uno sólo de los céntimos de unas ventajosas cuotas durante centenares de meses. Me refiero, por ejemplo, a esos que, disponiendo de una vivienda pública, la han cerrado y abandonado para irse a otra localidad a vivir de alquiler en una vivienda de propiedad privada. Y me refiero, por ejemplo, a esos que tratan de ocupar, por la fuerza, una vivienda pública que ha sido asignada a alguna familia necesitada que ha concurrido a un concurso en el que ha resultado elegida, en base a un baremo de justicia social.
Las instituciones le deben a las personas necesitadas una gestión rigurosa y sensata de las ayudas públicas. Y las inspecciones y supervisiones son herramientas imprescindibles para el buen uso del erario público, también en los casos de emergencia social. Lo contrario contribuye a que los caraduras, de todo pelaje, se aprovechen de la solidaridad del Estado del Bienestar, en detrimento de quienes realmente necesitan de la mano amiga que tendemos entre todos pagando nuestros impuestos.
Por cada pícaro llorón que le “chupa la sangre” a la yugular de lo público, hay una persona o familia realmente necesitada de “una trasfusión” que sufre una anemia más y más acentuada. Y, a eso, no hay derecho, porque el Estado, que conformamos todos los ciudadanos, ha de socorrer a todo aquel que realmente lo necesite, sí, pero jamás al que sólo finja necesitarlo.