La masacre en París perpetrada por terroristas del DAESH nos ha sacudido por su brutalidad y crudeza. Ese mismo día más de 40 personas morían también en otro atentado en Siria y cientos de miles todos los años en Iraq, Libia, Siria y Turquía.
El DAESH, el Estado Islámico, los yihaddistas, han señalado como sus enemigos a musulmanes, minorías étnicas y occidentales que no compartan su visión de la religión: son fanáticos y no hay nada más peligroso que un fanático religioso.
Durante estos días nos han dicho que los atentados no tienen nada que ver con las religiones. Que es un conflicto entre el “bien y el mal” (que dicho sea de paso es el subterfugio de toda confesión, dividir el mundo en buenos – los creyentes en Allah, Yavhé o Jesucristo – y malos, es decir, todos los demás) o de civilizaciones. Se equivocan: estamos ante un problema de religión, pero de religión fanatizada. La inmensa mayoría de los creyentes – en cualquiera de las múltiples confesiones que existen en nuestro planeta – viven en paz, pero una minoría evoca el nombre de su Dios para exterminar a quienes no compartan su visión del mundo. Este fanatismo no es privativo de la ideas religiosas, las ideas políticas también han generado sus monstruos.
Claro que hay que distinguir entre ideología, religión o cultura y las manifestaciones extremas e intolerantes que puedan darse por una interpretación fanática de esa ideología, religión y cultura. Pero, precisamente, para impedir que la visión más violenta de una religión (o de una idea cualquiera, repito) se haga carne debemos insistir en la receta que la Ilustración y las revoluciones del siglo XIX nos aportaron: una sociedad laica, plural, tolerante, diversa, que consagra los valores de los derechos humanos y la triple divisa de la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad nacida en los salones de la masonería parisina. Un Estado donde no se persigue a nadie por profesar la fe en ninguna deidad (como en Europa hicimos durante siglos, encendiendo las hogueras en nuestras plazas) pero donde ninguna persona puede imponer a otra su particular creencia.
Somos hijos de la Ilustración y la Revolución. Frente al extremismo islámico los extremistas cristianos evocan una Europa “cristiana” que, según ellos, permitió construir las instituciones democráticas actuales. ¡Cuando el Vaticano hasta bien entrado el siglo XX seguía condenando el laicismo, el liberalismo, el socialismo, la libertad de expresión y de confesiones! ¡No! Nuestras raíces culturales, los valores democráticos que hoy defendemos se encuentran en Voltaire, en Diderot, en Holbach, en Helvetius... Autores, todos ellos, condenados en su momento por las Iglesias.
También el Islam conoció su periodo ilustrado y durante años distintas revoluciones fueron conformando estados laicos. En Iraq, Egipto, Siria, Libia, florecían comunidades de intelectuales y librepensadores. En Palestina Yasser Arafat celebraba todos los años la Navidad en Belén mientras en Israel proliferaban los partidos religiosos de judíos fundamentalistas. En Afganistán las mujeres trabajaban, iban a las universidades y el burka estaba prohibido. Pero entonces llegaron los talibanes, y luego Al Qaeda y ahora el DAEB, todos ellos entrenados y armados por occidente. Porque, debemos decirlo alto y claro, nuestros gobiernos tienen buena parte de responsabilidad en el surgimiento de estos grupos de fanáticos.
Hace unas semanas Tony Blair pedía perdón por la guerra de Iraq y decía que ignoraba que con esa acción se iba a poner en marcha una maquinaría infernal que terminaría por golpear en el propio corazón de Europa. El último golpe lo hemos vivido hace unos días en París, capital de la luz, ciudad de la Ilustración... Una de las calles regadas en sangre se llama, precisamente, rue Voltaire.
Es un problema de fanatismo. De fanatismo islámico, católico, judío. Y esos fanáticos atentan contra todo ser humano – incluido miles de musulmanes, cristianos y judíos – que viven en paz y armonía con sus ideas y creencias. Y es un problema de fanatismo económico: la depredación capitalista nos ha llevado a armar a nuestros propios verdugos y ahogar en sangre las sociedades laicas musulmanas.