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Opinión-Editorial

Sofistas, yihadistas y filósofos

25 de Noviembre | 10:41
Sofistas, yihadistas y filósofos
Está claro que en las antiguas guerras del Peloponeso, esas que libraron durante años Atenas y Esparta, los atenienses tenían todas las de perder. Una de las razones era la afición de los jóvenes de Atenas a las ideas que enseñaban los sofistas, maestros, al decir de sus críticos, del arte de hacer pasar lo justo por injusto y viceversa (según fuera interesando). Parece que los sofistas inocularon en los atenienses el mal del relativismo (nada hay realmente justo ni injusto) y, en consecuencia, los jóvenes no luchaban ya con el ardor guerrero que se espera de un patriota convencido de lo que defiende.  

¿Se imaginan ustedes al ejército de los relativistas atenienses peleando con el de los fanáticos soldados espartanos? Mientras los atenienses discutirían y relativizarían las arengas de sus generales, los espartanos avanzarían bajo un mismo ideal ciegamente compartido, como un solo hombre. No por nada los unos (los atenienses) vivían en un régimen democrático, donde todo se discutía, y los otros (los espartanos) bajo una monarquía, donde no cabía más que obedecer. Además, frente a los críticos y contemplativos atenienses, los espartanos eran adiestrados, desde niños, en la obediencia y el esfuerzo ciego. ¿Cabrá mejor “educación” que esa para ganar guerras? 

Después de los recientes atentados de París, han surgido, como de costumbre, un montón de tipos duros que apelan, como en la Atenas antigua, y con argumentos parecidos, a dejarnos de debates filosóficos y a comportarnos como espartanos con los espartanos yihadistas que amenazan nuestro sistema de vida. Otros, más conscientes de todo lo que debe ese modo de vida nuestro a la antigua Atenas, piensan que comportarse como yihadistas para vencer a los yihadistas, en el grado que sea, supone dar la victoria a los enemigos, renunciando a nuestra propia identidad como europeos. ¿Qué hacer entonces?  

La solución no debería pasar, en cualquier caso, por negar o traicionar lo que somos. El remedio para salvarnos del relativismo y la laxitud moral, no debería ser volvernos tan fanáticos como los fanáticos, sino, todo lo contrario: recordar todo lo racionales que podemos y hemos querido ser. Lo que necesita esta Europa, otra vez repleta de sofistas y de tipos duros proclives al fanatismo occidentalizoide, es una vuelta a lo mejor de sí misma. ¿Y qué es ella misma? Europa es razón. Razón huérfana de dogmas religiosos (eso la diferencia de Oriente), y razón relativamente libre de intereses prácticos y del servicio al poder (eso la diferencia de una simple tribu, o de un imperio tiránico). Razón sin dogmas; razón libre: pura teoría, crítica sin concesiones. Todo eso fue, o quiso ser, alguna vez, Europa. Y aunque en la Edad Media volviese a someterse a dogmas, y en la Modernidad al espíritu pragmático y al imperialismo codicioso de los sofistas y los burgueses, la razón no ha dejado, nunca, de volver a convocarnos. Como también es ella, ahora, lo único que puede salvarnos, si es que aún tal cosa es posible.

Fíjense que justo lo único que no hemos dado a los jóvenes inmigrantes de los suburbios de París, o Londres, o Bruselas, es, precisamente, eso: razones. Les hemos dado bienestar y relativismo, pero ni una sola razón para desear ser europeos. Muchos de los jóvenes que atentan en Europa han sido educados aquí, incluso han ido a la Universidad, pero esto les ha servido de muy poco. Lo único que han aprendido allí son ciencias particulares y tecnología (la misma que ahora ponen al servicio de sus creencias), pero nada de razones. El espíritu pragmático y codicioso de la modernidad trocó la filosofía por el cálculo estrecho, y apegado a los hechos, de la ciencia, que hacía ganar guerras y mercados. El precio fue la escisión entre el “espíritu” y la “materia” (bajo el espíritu del materialismo), la distinción entre el “valor” y el “hecho” (bajo el criterio de valor que supone la sujeción de toda verdad a los hechos). Desde entonces creemos que, si bien la materia y sus hechos son objetos de explicación racional, los asuntos del espíritu o los valores son racionalmente indeterminables. La razón moderna enseña física, o lingüística, pero no te enseña a manejarte racionalmente con la vida, a buscar su sentido, a comprender por qué es bueno lo bueno, o injusto lo injusto. La renuncia al luminoso sueño ateniense (quizás alucinado) de una racionalidad completa, sin escisiones –ese sueño es la filosofía –, ha dejado las grandes preguntas a merced de las subjetividades personales (eso es el relativismo del sofista) o de los púlpitos religiosos (de ahí el fanatismo). Una combinación de ambas cosas, de relativismo y fanatismo, es lo que puede acabar con Europa, tal como acabó con su madre, con la Atenas clásica, durante las guerras del Peloponeso.

Si no queremos que esto vuelva a ocurrir, solo hay una opción. Contra el relativismo y el fanatismo solo caben más y mejores razones. El filósofo Platón decía que este mundo (y nosotros, que lo hacemos así) no tendrá arreglo hasta que los filósofos gobiernen. En una democracia, esto quiere decir: hasta que todos los ciudadanos sean filósofos. O sea: hasta que todos desarrollemos la capacidad para hacernos conscientes de las ideas que nos habitan, de someterlas a crítica racional, y de asumir libremente, y en diálogo con otros, aquellas que nos parezcan realmente verdaderas y justas. Todo este complejo desarrollo se llama educación (y no tiene nada que ver con el adiestramiento de los espartanos – o con la educación para sofistas que preconiza la LOMCE –). Este sueño, el de cambiar el mundo a través de la educación, el mismo que se esbozó, por vez primera, en La República de Platón, es el sueño que, junto al de una razón común y sin escisiones, nos constituye fundamentalmente como europeos. Hasta que los europeos no volvamos a soñar ese sueño, y a bombardear con él el mundo, los sofistas y los fanáticos seguirán enfangándolo todo con sus pobres y tristes guerras. 



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