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SOPA DE CONCIENCIA

El planificado robo del tiempo

11 de Enero | 10:47
El planificado robo del tiempo
Se perpetró con nocturnidad y alevosía, fue un simple allanamiento de morada diseñado desde un despacho. Nos robaron el tiempo, nos alienaron de nuevo y nos pusieron delante de una vida de nuevas necesidades que no teníamos. Nos ofrecieron poder comprar a cambio de dejar de vivir más de dos tercios de cada día, todo se complicó y volvimos a “vivir para trabajar” en lugar de “trabajar para vivir bien”. Tiramos por la borda el sacrificio y la lucha sindical de nuestros abuelos, anestesiados y encandilados por la comodidad del “ya lo dirán otros”. Nos dejamos vencer, lo consentimos y ahora trabajamos más horas y más años para enriquecer a pocos y lubricar la maquinaria de la industria. Trabajamos para alcanzar la vida que no tenemos, llegamos cansados y vemos la televisión en los intermedios de una publicidad que te recuerda lo que debes comprar o hacer para dejar de tener la penosa vida que llevas; duermes poco, comes calentado y suena de nuevo el despertador. Como una pesadilla consentida de la que no despertamos por falta de voluntad y borreguismo. Hace unos años, el escritor canadiense Laurence J. Peter advertía: “estamos rodeados de artilugios destinados a ahorrar trabajo y, sin embargo, disponemos de muy escaso ocio auténtico”.

La mayor parte de la población no es consciente de estar participando en un macro-experimento socioeconómico abanderado por multinacionales y consentido por las autoridades que se lucran a través de dicho consentimiento. Rendidos al lustre de la palabra nuevo, receptivos sin límites al cambio inmoderado y tolerantes con la corrupción mientras no nos afecte directa e inequívocamente. Mediatizados y comunicados a la vez que solitarios e independientes. La progresiva desaparición del suelo público junto a la intolerancia de las personas al resto han puesto en vías de extinción las reuniones de amigos en la calle, los cumpleaños con globos en los parques y los guisos o barbacoas familiares en el campo. Videocámaras en cada esquina y calle de la ciudad, privatización del suelo, restricción de actividades lúdicas en soportales y plazas, un terminal telefónico con cámara y conexión a internet en cada bolsillo, servidores que sirven de lanzadera y almacén de toda la información, impersonalización de las relaciones sociales, comerciales e incluso industriales, centralización de los poderes e impunidad ante el delito. Podría ser un escenario ambientado en 1984 o en Un mundo feliz, pero no, es la realidad del presente.

El frenético e insostenible ritmo del mundo desarrollado actual es heredero del modelo de consumo estadounidense diseñado después del crack de 1929, basado en la obsolescencia programada y obsolescencia percibida. Una cadena de producción y consumo sin fin que tiene como principio la necesidad de desechar y comprar lo más rápido posible. Casi cien años después, estrenando todavía el siglo XXI, vivimos inmersos en un cúmulo de contradicciones que nos hacen infelices y productivos al mismo tiempo. Más comunicados, pero más distantes; con más aparatos para ahorrar tiempo y con menos oportunidades de disfrutarlo, con más información y menos conocimiento, con más ventanas al mundo y menos viajes en el recuerdo, y demasiadas veces, con más formación y menos educación. Deberíamos preguntarnos no solo qué ha fallado, sino cómo arreglarlo y por qué no se ha arreglado ya. El filósofo francés Montaigne dijo que “nuestro deseo desprecia y abandona lo que tenemos para correr detrás de lo que no tenemos” y parece que queremos llenar con agua un cubo lleno de agujeros.

Enfermamos por estrés, preocupados de comer en 3 minutos un pollo engordado artificialmente en 25 días que ha sido macerado, rebozado y frito en 7 minutos; cuando deberíamos comer en 20 o 30 minutos, haber sido criado el pollo en 2 años y haberse cocinado en más de tres cuartos de hora a fuego medio. Creemos que hacer más actividades significa vivir más, cuando la intensidad de la vida no es una cuestión cuantitativa, sino cualitativa. Doblegados por la manecilla del reloj y por las hojas del calendario, pasamos la semana esperando el día de descanso, los meses de trabajo aguardando la quincena o el mes de vacaciones y toda la vida oteando la jubilación. Deberían impartirse desde primaria clases de gestión y optimización del tiempo, no para planificar y hacer más cosas, sino para disfrutar y ser conscientes de las oportunidades de cada etapa antes de que fuera tarde y la vejez o la muerte nos lo impidiera. Y ahora, una insignificante minoría reflexiva, contemplamos perplejos la obsesiva necesidad de dejar testimonio gráfico para los demás de cualquier experiencia, mientras dejan de vivirla a favor de grabarla y exponerla como un trofeo social. Sin embargo, como diría Cernuda, “la vida en tiempo se vive, tu eternidad es ahora, porque luego no habrá tiempo para nada”.

Hace falta tiempo de silencio, tiempo de reflexión y tiempo para hacer y disfrutar una sola actividad, abandonando el modo multitareas superficial en el que bucea la civilización mientras se medica contra la ansiedad al darse cuenta que le viene grande esa rutina. A lo mejor la gente no se está dando cuenta que en un mundo lleno de luces intermitentes a gran velocidad que quieren llamar la atención, las luces fijas y tenues, aunque difíciles de encontrar, son las que sirven de referente. Al fin y al cabo, cuando el radar y la brújula se estropean por una tormenta, los marineros veteranos se orientan por las estrellas, desapercibidas para el resto.



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