Todo pueblo tenía su brujo... el “sabio” al decir de la gente sencilla. Un hombre – o a veces una mujer – que realizaba unos pases mágicos y te curaba todas las enfermedades: la gripe se pasaba en 7 días y las verrugas en 15. En muchos casos operaba la autosugestión (eso que se ha dado en llamar “el efecto placebo”) y en la mayoría de los casos simplemente el transcurrir de toda enfermedad: mi médico de cabecera, cada vez que me receta los analgésicos para el resfriado, me dice lo mismo: sin estos sobres te durará una semana y con estos sobres solo 7 días... Vamos, que el paracetamol ayuda a paliar los síntomas y nada más. Ese es todo el secreto.
Afortunadamente la ciencia médica ha logrado avances impensables a comienzos del siglo XX y hoy no solo hemos doblado la edad media de esperanza de vida a nuestros antepasados, sino que enfermedades que antes te llevaban a la tumba o te dejaban secuelas terribles están casi erradicadas. No somos conscientes de lo que supone vivir en una sociedad con hospitales, máquinas y normas higiénicas pero pensad que hace 90 años una mujer tenía altas probabilidades de dejar su vida en el parto, que una gripe en 1919 se llevó a millones de personas o que una infección podía ser mortal. Realmente somos muy poco conscientes de lo que ha significado para nosotros, para nuestra vida diaria, la revolución médica que nace en el siglo XIX con Pasteur.
Y es esa ignorancia la que se convierte en un caldo de cultivo para que los brujos de la tribu intenten aprovecharse de los incautos para hacer fortuna a costa del dolor ajeno. Sí, me refiero a quienes bajo el amparo de las mal llamadas “medicinas alternativas” venden tratamientos milagrosos sin más beneficio que el efecto placebo y que limpian tu cuenta corriente. Y eso en el mejor de los casos, en el peor te convencen de dejar el tratamiento “convencional” prescrito por la medicina real, el tratamiento que sí puede curarte y/o salvarte la vida.
Los brujos de los pueblos, en un tiempo donde no había medicina pública y la ignorancia campaba a sus anchas, eran gentes sin malicia, aunque sin remedios. Hoy, los curanderos y charlatanes de feria juegan con la credulidad, el escaso conocimiento científico de la gente, el miedo a la muerte, la desesperación y mueven un negocio de muchos millones de euros... Primero se inventan términos aparentemente científicos – pseudocientíficos – como “terapia holística”, “cristalografia meditativa”, “radios comunitativos”... luego te dicen que tienes chacras o corrientes internas y que mediante una terapia milenaria - ¡siempre es milenaria! muchas veces procedente del Japón o de la India o de la China, cuánto más exótico el país, mejor – que ellos han aprendido de los mejores maestros, pueden lograr restablecerte la salud... Por supuesto, sus métodos no son agresivos ni está detrás la pérfida industria farmacéutica. Y una vez convencido de las supuestas bondades te prescriben un tratamiento que vas a pagar a precio de oro.
Porque es curioso: que la industria farmacéutica hace negocio con la salud es evidente, pero lo que hacen es poner precios elevados a medicamentos que curan de verdad o negar éstos a millones de seres humanos que viven en países empobrecidos... Las medicinas alternativas hacen exactamente lo mismo: cuestan una millonada, nunca operan en países pobres y te venden cristales o pastillas de agua diluida que valen más que los medicamentos reales pero que, a diferencia de éstos, no funcionan.
Porque esa es la gran diferencia entre la “pérfida” industria farmacéutica y la “inocente” industria de la medicina alternativa: las dos hacen negocio, pero la primera con lo que sirve de verdad – con tratamientos que se han comprobado científicamente - y la segunda con el engaño.
Durante siglos de “medicina natural” y “tratamientos milenarios” las personas que superaban los 40 años de edad eran una minoría, un resfriado o una herida en el dedo podía matarte. La llamada medicina natural lleva milenios demostrando que no sirve para nada.
Ni sirve, ni cura. Incluso mata. Hace unos días un padre desesperado ha denunciado a un mal llamado “médico naturalista” – que carecía de título – porque convenció a su hijo enfermo de cáncer de no iniciar la quimioterapia y sustituir ésta por “pastillas de vitaminas”... Éxito asegurado al precio de 4.000 euros. En unos meses la enfermedad se llevó la vida de su hijo y dejó a la familia destrozada. No es un caso único, por desgracia.
Es comprensible la desesperación de muchas personas cuando le diagnostican, por ejemplo, un tumor maligno. En esos momentos estás dispuesto a aferrarte a cualquier clavo ardiendo. Es entonces cuando aparece la “medicina natural”. Quieren hacer negocio y la publicidad engañosa forma parte de su modus operandi. Por eso es esencial no solo combatir con la ley en la mano la actividad de esta gente, sino trabajar porque tengamos una mejor cultura científica y desarrollemos nuestra capacidad crítica y escéptica.
Tenemos derecho a una sanidad que realmente sea universal y en la que los intereses de la humanidad estén por encima de los intereses económicos de la industria. Es inadmisible desde todo postulado ético, por ejemplo, que mientras el ébola fue un virus que solo mataba a pobres, no se destinase dinero para descubrir el anticuerpo... Pero lo cierto es que ninguna medicina natural ha puesto remedio ni al ébola, ni al cáncer, ni al sida, ni a las infecciones, ni a un simple resfriado. No lo olvidemos nunca. Porque tenemos derecho a una sanidad pública y científicamente contrastada.