Hace unos días veíamos las imágenes de la degradación del ser humano en la Plaza Mayor de Madrid en el trato que bestias borrachos de Holanda, seguidores del PSV, infringían contra un grupo de mujeres gitanas, rumanas y pobres.
Hubo varias cosas que me llamaron la atención: la soledad de un hombre que quiso denunciar, impotente, la actitud de los hinchas y que solo logró acrecentar las risas del grupo de machitos que – cerveza en ristre y amparados en el grupo – seguían gritando como hienas. Perdonen ustedes esta proliferación de adjetivos, pero aún me hierve la sangre. Lo segundo, que nada más llegar la policía, lo primero que hicieron fue llevarse a las mujeres objeto de la humillación y ni siquiera identificaron a quienes las habían obligado a saltar, tirarse al suelo, gemir y recoger monedas que ellos tiraban al aire. Los agentes de seguridad nos vienen a decir que ellos son turistas; borrachos, sí; embrutecidos, también... pero turistas que dejan dinero adquiriendo litronas o pagando hoteles. En el otro lado, mujeres pobres y de etnia gitana; peor aún, rumanas. No deben ser objeto de atención ni protección.
Solo tras el escándalo, tras difundirse las imágenes, se anuncia que se va a identificar a los holandeses y proceder contra ellos. Tras verse el espectáculo en todos los telediarios. Sin esa grabación pueden ustedes estar seguro que aquí no habría pasado nada.
Mujeres. Gitanas. Pobres.
Esas tres palabras las condenaban. Los seguidores del PSV las convirtieron en objeto de burla apelando a un bula histórica: el derecho de unos hombres blancos y con dinero a vejar a los más débiles, a divertirse con ellos. En este caso a humillar a quienes por su triple condición de mujer, gitana y pobre no iban a merecer ninguna empatía por parte del resto de los presentes en la acción. Hubo odio en su actuación. Mucho:
El odio hacia el 50% de la humanidad que durante siglos ha visto como la ideología del patriarcado las condenaba a situarse en una posición secundaria y de sumisión frente al hombre; el racismo y que en el caso gitano – bien lo sabemos nosotros – es una constante, ese desprecio al diferente, al otro, al color de la piel y, por último, la rabia contra los pobres: los mendigos, considerados menos que humanos.
No es la primera vez que nos topamos con la aversión a la pobreza, pero aversión no a un sistema que condena a la mendicidad a nuestros semejantes, sino rencor, aborrecimiento, desapego hacia el pobre en sí, al que se considera único responsable de su situación, inferior y por lo tanto objeto de desprecio. Acordémonos de aquellos “niños bien” quemando a un hombre que dormía en un cajero por diversión.
¿Qué está sucediendo en este mundo? La respuesta a esta pregunta, que debe formularse necesariamente tras analizar lo ocurrido en la Plaza Mayor, me inquieta y me perturba. Algo mal, muy mal, hemos hecho en estos años. La empatía – y la empatía no es hacia el semejante (es decir, hacia nuestro igual, ¡y qué sencillo resulta simpatizar con uno mismo, verdad!) – hacia el otro, hacia el humillado, hacia el desesperado, parece desaparecer. Los pueblos dejan de ser solidarios entre ellos y el miedo se apodera de nosotros.
Mujer. Gitana y pobre. Tres condenas. Reflexionemos sobre esto y empecemos a actuar antes de que sea tarde y la inhumanidad se apodere de nosotros.