En este mes se han sucedido varios atentados terroristas en Niza, Baviera – el domingo pasado– o Bagdad, protagonizados todos ellos por el autodenominado Estado Islámico. Un suicida que se explota o se hace matar segando previamente la vida, esperanzas y sueños de otros hombres y mujeres que simplemente querían ver fuegos artificiales (Niza), escuchar música (Baviera) o comprar en el mercado (Bagdad).
Solo en Iraq en estos últimos treinta días la cuenta de víctimas del terrorismo del DAESH asciende a 300 personas. 300 personas en un mes.
El nuevo terrorismo – ensayado desde el ataque a las torres gemelas de Nueva York en 2001 – implica una brutalidad y una efectividad acaso sin precedentes previos, al menos desde la II Guerra Mundial. Ya no se trata de organizaciones jerarquizadas donde la toma de decisiones obedece a una escalera de mandos: se analizan los objetivos, los impactos, se seleccionan a los ejecutores y se traza el plan. Fue el modus operandi de ETA o del IRA, por ejemplo. El terrorista, por supuesto, debía sobrevivir para seguir “luchando”. Ahora tenemos lobos solitarios que apenas tienen relación con el grupo terrorista madre, salvo una difusa promesa de lealtad lanzada a través de las redes, y que asumen su propia muerte como parte del atentado. Si acaso, podemos trazar un tenue paralelismo con los kamikazes japoneses que en la II Guerra Mundial estrellaban sus aviones contra objetivos militares. Viento divino... kamikazes.
Pero incluso entre los aviadores suicidas japoneses existía la escalera de mando previa y una lógica, al menos militar.
¿Qué lleva a un ser humano a querer inmolarse asesinando previamente a otros seres humanos? El desprecio por la vida – valor supremo – empezando por la propia. El fanatismo, la locura, el odio, la intolerancia.
Tal vez la promesa del cielo. Dicen morir como mártires esperando la recompensa divina, un paraíso donde gozar de huríes, efebos y vino; de sus jardines, manantiales, arroyos y ríos. Sin obligaciones, ni ritos ni rezos... Como dice Michel Onfray nada falta en los folletos de agencia de turismo ontológico de las tres religiones monoteístas. Todas prometen una eternidad gozosa, aunque para alcanzarla haya que vivir una vida de privaciones: en el paraíso musulmán nada falta en el banquete celestial, incluso el cerdo y el alcohol, prohibidos por la costumbre en el más acá.
Extraña especie ésta, la humana, que se prohibe el gozo terreno y se lo promete en el más allá. Tal vez si las religiones, esa fábrica de odios y miedos, se preocupasen por dictar beneficios y alegrías en la tierra de abajo, en la más próxima, en esta de la que sí tenemos una certeza absoluta, nos ahorraríamos tanta sangre derramada, tanta muerte, tanta miseria.
¿Cuántos muertos en nombre del dios, sean Yaveh, Jesús o Alah? Incontables ¿Cuántos crímenes en las guerras de religión que nos han azotado durante siglos? ¿Cuánto sufrimiento?
Pero la apelación al fanatismo religioso no explica por sí solo esta oleada de barbarie. Sí, está ahí. Pero no es suficiente. Los terroristas del DAESH, esos lobos solitarios, en muchos casos ni siquiera eran conocidos por su celo religioso previo. Marginados en sus sociedades, estafadores, camellos o ladrones de poca monta, desarraigados, ciudadanos de segunda marginados por su origen, escasamente integrados, que de pronto pueden dar rienda suelta a sus más bajos instintos bajo la cobertura de la fe, que quieren vengar los años de humillación o devolvernos nuestras guerras y masacres en el Oriente Próximo... Todo se funde: el joven marginal y excluido que solo sabe moverse por las cloacas porque no le hemos permitido conocer otra cosa, que cae presa de la fascinación por un movimiento que le promete el cielo.
La venganza y el resentimiento, sí. Son tan fuertes y tan viscerales como el fanatismo religioso.
Descansen en paz las víctimas, musulmanas, cristianas, judías, agnósticas o ateas de esta sinrazón. Sobre el precio que podemos pagar si creemos que la solución está en recortar libertades en beneficio de una supuesta seguridad hablaremos otro día; solo diremos hoy que al final podemos encontrarnos sin la una y sin la otra: ni libres ni seguros.