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Opinión-Editorial
LA PUERTA DE TANNH?USER

La ley innata

29 de Agosto | 10:41
Redacción
La ley innata
Llevo tiempo intentando articular alguna hipótesis que me ayude a entender la cerrazón que inunda las mentes de nuestros “Hombres de Estado”. Nos quejamos, decimos que no nos representan, nos avergonzamos de ellos por su incapacidad de establecer acuerdos a ambos lados del espectro ideológico, creemos que este es un mal endémico de la nueva era, sobre todo cuando miramos de reojo un pasado idealizado de nuestra historia relativamente reciente (La Transición). Pero ¿estamos realmente ante una circunstancia específica de este milenio?, ¿son nuestros políticos actuales unos renglones torcidos de “la estirpe” de hombres de la altura de  Joaquín Costa, o sin embargo, fue este político algo extraordinario para nuestro país?

Creo que la ocasión merece realizar un viaje a las catacumbas de nuestra historia reciente y proceder a un “análisis intempestivo” que nos ilumine en cierta manera el camino del entendimiento.

A poco que indaguemos con cierto rigor, los resultados empiezan a demostrar una realidad penosa; es muy complicado identificar  episodios en donde el debate y la confrontación de ideas en un escenario donde exista una  pluralidad de pensamiento diversa, acaben en entendimientos mínimos con los que todo el mundo pueda sentirse satisfecho. Muy al contrario, la escena política nacional casi siempre se ha caracterizado por una cierta homogeneidad a la hora de establecer formas de gobierno, en la que a lo sumo hayan podido haber una o dos opciones diferentes que se han ido alternando en sus quehaceres gubernamentales con el apoyo o no de las urnas. Salvo honrosas excepciones, este ha sido el mantra de nuestro país durante los últimos doscientos años, y creo que quiere decir mucho de nuestra manera de ser.

Parece ser que el egoísmo y la arrogancia en los hombres de Estado forma parte de nuestro acervo cultural, una ley innata que nos lleva a asumir  un comportamiento caciquil instaurado en nuestro inconsciente colectivo desde tiempos inmemoriales.

 Pero no voy a analizar las causas del por qué de esta especie de orgullo patrio que roza la soberbia, que puede estar detrás de toda esta incapacidad que parecen tener los representantes públicos a la hora de interpretar la cuestión política en términos de pluralidad, ni tampoco el por qué de esa permisividad que los ciudadanos mostramos ante una actitud  tan déspota por parte de quienes nos representan (de esto último sí que hablamos en anteriores entregas, en concreto, en el artículo de “la decadencia del Estado Moderno”, al cuál emplazo a leer).  

En esta entrega será objeto del análisis  la trayectoria  en el funcionamiento político a partir de la óptica  de las relaciones de nuestros representantes públicos. Con ello lo que conseguiremos es  evidenciar la incapacidad de empatizar y favorecer el entendimiento entre pensamientos diversos, algo que parece ser una cuestión cultural más que otra cosa.

Para poder hacer esta especie de genealogía  debemos irnos al origen del Estado Liberal (el basado en los principios democráticos que hoy en día defendemos a capa y espada), allá por el siglo XIX.

En concreto, es muy interesante echar las redes en la etapa conocida como de la Restauración Borbónica (1874-1931), período que comienza con el fin de la Primera República y la proclamación como  jefe del Estado a Alfonso XII, y que finalizó con la declaración de la Segunda República.

Fue una época de muchos  cambios económicos y sociales, los cuáles dejaron una impronta bien visible en lo que es la España de hoy, algo ya abordado en otras entregas.

En el plano político, este período se caracterizó por una estabilidad institucional absolutamente fingida y articulada en base a una serie de pactos “bajo la mesa” nacidos para apaciguar los aires revolucionarios que tenían su origen en épocas anteriores, y a los que se añadieron nuevos problemas (asociacionismo obrero, fundamentalmente), que acrecentaron aún más si cabe las tensiones políticas del país.

Es la etapa conocida como “biturnismo de partido”, en el que los  conservadores y liberales de Cánovas y Sagasta respectivamente, se fueron sucediendo en el poder mediante acuerdos tácitos poco democráticos y ajenos a los resultados electorales, con el fin de contener ese brote de necesidad de cambio, y  que sirvieron entre otras cosas para enriquecer nuestra  jerga en aquellos asuntos turbios referidos al juego de las urnas (“los pucherazos”, por ejemplo). A pesar de todo, incluso en esa mediocridad, hemos de mencionar los malogrados intentos nacidos  para acabar con ese sistema corrupto, y ello me lleva a mencionar a Joaquín Costa y al movimiento intelectual conocido como Regeneracionismo.

El modelo funcionó estable hasta que definitivamente quebró tras el golpe de Estado de Primo de Rivera (1923), el último cartucho del régimen para sofocar las crecientes reivindicaciones que exigían altura de miras desde el espectro político, y que definitivamente acabaría en 1931 tras “la dictablanda” efímera de Belenguer.

La Segunda República (1831-1936) fue un intento arriesgado de acabar con una manera de hacer política anclada en los malos vicios del ordeno y mando, aunque a pesar de la talla de políticos de renombre como Alcalá Zamora, Azaña o Lerroux,  por desgracia, nuevamente afloró esa incapacidad que parece tener nuestro país para afrontar los retos comunes desde el consenso y el respeto de la diversidad de opiniones.

Los problemas acuciantes de una mala planificación de unas reformas hechas más con el corazón que con la cabeza, así como la violencia social y política que vivía el país, hizo sonar otro vez “el ruido de sables”, lo cuál condujo a uno de los hechos más oscuros de nuestra historia, la guerra civil (1936-1939), de cuyo resultado surgió un período de pensamiento  único instaurado en nuestro país durante cuarenta años, y del que objetivamente aún estamos pagando las consecuencias.

Con la muerte del dictador en 1975, nació una nueva oportunidad para convertirnos en lo que nunca fuimos; La Transición nos llevaría a un nuevo escenario con el que nos podríamos equiparar al resto de países modernos de nuestro entorno, también en lo que se refiere al funcionamiento democrático en base a la pluralidad de ideas. Hay que reconocer un éxito incontestable de esa etapa, y fue la conciliación de un país fracturado por el odio, pero no es menos cierto que esa supuesta capacidad de entendimiento vino de la mano de un modelo de país nacido de la  constitución de 1978,  diseñado para seguir perpetuándose gracias a las fórmulas clásicas de un sistema simplificado de alternancia de dos grandes partidos (la ley d'hont, por ejemplo,  no es una casualidad más).

Nuevamente, las circunstancias han vuelto a cambiar y hoy en día es un hecho irrefutable que el espectro político vuelve a ser diverso como en otras épocas convulsas de nuestra historia, y eso choca frontalmente tanto con nuestro modelo de Estado, como con “la ley innata” de la que hablamos, y que nos hace abrazarnos a la bandera de la arrogancia.

De esos barros, nacen estos lodos que estamos viviendo. 

El  esperpento está garantizado durante unos meses más, justo hasta las terceras elecciones como todo parece indicar. En función de los resultados que puedan darse, es probable  que definitivamente la Unión Europea decida  “tutorizarnos” (por no decir intervenirnos) dada la incapacidad de los políticos de ponerse de acuerdo en situaciones adversas. Esta opción no hay que descartarla bajo ningún concepto,  ya ocurrió con la Italia de Berlusconi y su gobierno tecnócrata. Es el nuevo  “ruido de sables”, limpio, elegante y por supuesto sin derramamiento de sangre.

Con estos antecedentes tan desoladores, ya sólo queda esperar que el sistema acabe por hundirse del todo, y esto será inevitable a menos que “la cadena homérica de la sabiduría política” arrastre a nuestros representantes hacia a una sapiencia que actualmente adolecen.   



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