Países, comunidades y ciudades suelen reservar una jornada del calendario para festejar su “día”: es un alto en el camino para tomar conciencia propia de qué se ha sido, qué se es y qué se pretende ser. Es la celebración de la identidad propia.
El motivo por el que se escoge en concreto ese día nos suele decir mucho sobre la naturaleza de la comunidad ciudadana o de sus gobernantes: así, España o Inglaterra tiran del santoral, celebrando nuestro país el Día de la Virgen del Pilar y nuestro pronto ex vecino de la Unión Europea el Día de San Jorge, santo, eso sí, algo más pendenciero.
Nada que ver con Portugal, por ejemplo, que recurre a la figura de Luís Vaz de Camões para conmemorar el Día de las Comunidades Portuguesas – y qué mejor modo que hacerlo recurriendo a su máxima gloria literaria, fallecido (ese es el día) un 10 de junio de 1580 - o con Francia, que celebra la toma de la Bastilla y el inicio popular de la Revolución Francesa, 11 de julio de 1789, un momento histórico que también puede tomarse como fecha simbólica de la modernidad. También celebran una Revolución los Estados Unidos: su 4 de julio es – en 1776 – el día de la Firma de la Declaración de Independencia, acto formal que supuso la separación de las Colonias de su metrópolis, Gran Bretaña, y el despido del Rey Jorge III como soberano de las tierras norteamericanas. No es una Revolución, pero si un cambio trascendental, lo que celebra Italia: la Fiesta de la República se produce un 2 de junio porque un 2 de junio de 1946 los italianos decidieron votar en referéndum el fin de su Monarquía, tras colaborar ésta con el gobierno fascista de Benito Mussolini. Todo un addio al Re Vittorio Enmanuelle III y su progenie.
También las Comunidades Autónomas españolas se dividen entre aquellas que conmemoran actos de identidad o fechas altamente simbólicas y las que prefieren tirar del calendario litúrgico: los madrileños el 2 de mayo, cuando en 1808 se produjo un levantamiento popular contra el gobierno de José Bonaparte; los catalanes el 11 de septiembre, pues fue ese día pero de 1714 cuando el duque de Berwick tomó por asalto Barcelona, poniendo fin a la Guerra de Sucesión e iniciando el camino para la abolición de las muy antiguas Instituciones Catalanas. Resulta sorprendente adoptar como fecha de celebración un desastre bélico y político de enorme magnitud, pero también es cierto que la resistencia barcelonesa ante las tropas borbónicas y aliados y su organización comunal ofreció momentos heroicos y conmovedores... Y luego estamos aquellas regiones que acudimos a Santiago Apóstol o a la Virgen de Guadalupe, como es nuestro caso.
Los extremeños celebramos el 8 de septiembre, día de la virgen de Guadalupe, quien, curiosamente, en tanto que talla religiosa que habita un Monasterio, pertenece a la diócesis toledana.
Nuestro día es un evento católico y mariano y de hecho incluye la presencia de nuestras autoridades en la santa misa, cómo no.
Fue la decisión del entonces presidente de la Junta, Rodríguez Ibarra, quien prefirió rechazar otras fechas más simbólicas para “lo extremeño”.
Somos un pueblo que, pese a sufrir evidentes discriminaciones por parte de los gobiernos centrales, convertidos en reserva durante siglos para señoritos y caciques, lo cierto es que sí tenemos algunos, pocos, momentos de rebeldía popular, de voces que reclaman dignidad y respeto: desde las ocupaciones de fincas durante la República reclamando pan y tierra para los jornaleros hasta las masivas manifestaciones de Valdecaballeros. También podemos acudir a escritores, a poetas, a políticos y pensadores entre los cuales encontrar una fecha señera: ahí tenemos a Diego Muñoz Torrero, la sotana más limpia de la cristiandad española, en certera definición de Víctor Chamorro y ponente liberal en las Cortes de Cádiz o el poeta y jurista Meléndez Valdés, otro revolucionario liberal que, como tantos otros, terminó en el exilio por obra y gracia del Rey Indeseado Fernando VII.
Pero henos aquí: este ocho de septiembre debemos celebrar nuestro día, habrá discursos – los de siempre – y misas – la de siempre. Liturgia y reiteración, una jornada para la mansedumbre y la resignación, una fecha nada proclive a la buena memoria.