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Cultura, literatura, historia, música

La poesía como experiencia del límite

24 de Enero | 12:12
La poesía como experiencia del límite
Schiller escribía en su poemaA los amigos” que “Lo que nunca y en ninguna parte ha sucedido, / sólo eso no envejece nunca”. Al hilo de estos versos podemos preguntarnos cuál es el mejor camino para dar a conocer los sucesos históricos: ¿cómo ha de contarse, de relatarse, el transcurso histórico –no sólo universal, sino el individual y biográfico–?

Schiller hace notar una diferencia fundamental: lo que acontece (lo real, digamos) y lo que “en ninguna parte” ha ocurrido (lo imaginado, lo barruntado). Si bien la historiografía puede definirse (en términos modernos) como el registro anacrónico o lineal, más o menos organizado y fidedigno de los sucesos históricos, esta memoria del pasado puede partir de dos premisas bien distintas: referir aquello que efectivamente ha ocurrido, centrando el discurso en el perentorio pasar del tiempo y en el movimiento que su pasar provoca, o, haciendo abstracción de “lo que pasa”, intentar extraer de lo accidental una intención superior, una idea que recoja, en definitiva, una suerte de plan que trasciende lo puramente fáctico (lo anecdótico, lo puramente circunstancial).

Hegel explicaba en la “Introducción general” de sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal que pretendía “tratar filosóficamente la historia”, y que la “filosofía de la historia no es otra cosa que la consideración pensante” de la propia historia. Con nuestros pensamientos nos dirigimos a ésta, “tratándola como un material, y no dejándola tal como es, sino disponiéndola con arreglo al pensamiento”. Pero ¿cómo nos contamos lo que ocurre? ¿Cuál es nuestra manera de referirnos a lo que llamamos “hechos históricos”, más, si cabe, cuando tienen que ver con nuestra propia biografía?

Y es que de nada sirve explicitar la historia, contar lo narrado, si en su análisis no encontramos notas de un fluir universal, de un deambular extraño pero a la vez decidido y, por tanto, del todo paradójico y sorprendente. En El oficio de vivir, Cesare Pavese realiza lo que él denomina un “examen de conciencia”, pues “cuando un hombre se encuentra en mi estado” no le queda otra opción que intentar desenterrar los motivos que le hacen hundirse de continuo. En esta tierra de traiciones y capítulos efímeros de felicidad nada se puede sentir sin que haya que pagarlo, asegura. Sólo una conclusión cabe: vivir trágicamente bajo el permanente deseo que seduce con la llamada a la autodestrucción. Como ya dejara escrito el filósofo y poeta Philipp Mainländer en sus poemas, “el hilo de la vida está dañado” desde su mismo comienzo. Por eso Pavese consideró el suicidio no un hacer, sino un padecer: “el suicidio es un modo de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente, anonadadamente”. El único aprendizaje real que cabe en el mundo es el proveniente de dirigir nuestra mirada hacia el abismo, observarlo, medirlo, sondarlo y, finalmente, descender a él.

Citaré por última vez a Hegel: “La consideración filosófica [de la historia] no tiene otro designio que eliminar lo contingente”. Esta afirmación es la que quisiera resaltar brevemente a partir de la forma en que la historia es narrada por los poetas, en contraste con esa otra, tan diferente y ya mencionada, que resulta de la historiografía de nuestros días. Dejaremos ahora de lado la cuestión de la cientificidad de la historia y de la –posible– intencionalidad de un Destino o una Providencia que se hiciera cargo del desenvolvimiento de los sucesos históricos o biográficos.

El historiador contemporáneo hace hincapié en la intención de “no olvidar”, de no dejar apartados ciertos acontecimientos que, por unas razones u otras, han de ser recopilados en una memoria común. Así, la historiografía moderna se dedica a recoger datos individuales, y por ello no hace más que presentar al hombre como ser individual, pero a la vez aislado, sin carne que trinchar –al decir de Unamuno–. Por esta vía, la historia –y de su mano, la experiencia del pasado en la biografía de cualquier persona– sólo nos proporcionaría auxilio para conocer una masa informe, la compuesta por seres humanos individuales pero desgajados, concretos pero carentes de sentido.

Tomemos aleatoriamente, por contraste, un fragmento de cualquiera de las obras de los más eminentes e inmortales historiados clásicos, tan preñados de poesía (Heródoto, Jenofonte, Suetonio, Tucídides, Plutarco, Tito Livio, etc.), y el corazón del lector experimentará una suerte de vuelco en el que verá reflejado su propio ser: lo que lee es manifestación de su propia naturaleza, de lo que él siente que es. Allí está reflejado el ser humano, lo que él es en tanto que ser humano, y no en tanto que este o aquel ejemplar individual.

Una tarea, la de poetizar la historia (la singular y la universal) que la joven escritora Marina Carretero Gómez (1985) hace suya en su primer y espléndido poemario publicado, de muy pavesiano título: Escombros. Carretero Gómez es, antes que nada, poeta. Y un poeta, en su labor de desescombro, escoge siempre caracteres significativos en situaciones significativas, obliga a hablar a lo universal por boca de lo particular. El mero historiar (que no poetiza, que sólo narra), por el contrario, levanta acta de datos aislados e insignificantes por sí y en sí; no da cuenta de lo que se manifiesta en lo que ocurre, del fundamento que se esconde bajo lo manifestado.

En este perenne trabajo de desescombrado nos constituimos como seres errantes, portadores de una mínima luz que intenta iluminar las vastas tinieblas que rodean cada vértice de la existencia. Si bien esa luz supone, a la vez, una esperanza y una condena. Una esperanza porque esa misma luz hace posible el perdón hacia lo ocurrido, hacia lo acontecido, y, en ocasiones, también permite la aparición de un particular olvido de la reinante vacuidad: la posibilidad de un nuevo comienzo, de un inédito reemprender la vida, ese fastidioso oficio –al decir de Pavese– que es la vida. Pero también es condena, como apuntábamos, en tanto que la consciencia del comienzo queda trastocada muy rápidamente por la certeza del dolor y de su gratuidad, de su estupidez. Y así, de este violento modo, como expone la autora de Escombros, queda inaugurado “el nacimiento del abismo”. Abismo que “deja sin nada”, apunta Marina, que nos sitúa en un terreno de nadie: se abre así ante nosotros un Zwischenraum, un espacio intersticial en el que y con el que vivimos en el límite.

Esta zanja que emerge de la vida como promontorio desde el que hacerse cargo de nuestros asuntos es el terreno (tan inestablemente atractivo) en el que el poemario de Carretero Gómez nos sitúa. Una poesía que toma la vida como límite, como frontera donde, como leemos en Escombros, nos hacemos incapaces de “saber si esto es peso o levedad”.
Por eso, el poeta –en su permanente actuar y deambular–, y en este caso Marina Carretero Gómez, capta la idea constituyente de lo humano al margen de cualquier relación con respecto al tiempo y el espacio, el aquí y ahora. En este sentido explicaba Arthur Schopenhauer en el §50 de El mundo como voluntad y representación I que cabe atribuir a la poesía “una verdad mucho más auténtica, genuina e íntima que a la historia, por paradójico que suene esto”.

Pero también es cierto, y de esta constatación deriva la maravillosa y dulcemente seductora altura del poemario de Carretero Gómez, que lo etéreo universal se mezcla constantemente con el fango de los asuntos humanos. Nada es imposible sonsacar de cuanto sucede si no se observa eso mismo que sucede. Más aún: si no nos mezclamos con y en ellos. Marina toma al ser humano en su condición de ser limítrofe, encerrado para siempre y a solas con la voluntad de querer serlo todo y la convicción de no poder ser nada. Característica sin duda pessoana: “Nunca nos realizamos. Somos dos abismos –un pozo mirando fijamente al cielo”, escribía el autor portugués en uno de los pensamientos más bellos escritos sobre nuestra condición en el siglo pasado.

En palabras de Marina Carretero Gómez: “Esa misma certeza anhelo, / saber hacia qué vacío desprenderme”. Aunque también existen (escasas, menudas, pero muy palpables) maravillas de la vida que no hay que desmerecer, si bien en todo momento son contempladas por la autora de Escombros bajo la sombra gris de una sempiterna desazón: “En algún lugar / alguien se te convierte en razones / para no suicidarte en domingo”. Son estas alegrías, tan bien dispensadas como fácilmente olvidadas, las que nos confiesan en susurros que puede que haya algo más allá, algo más perfecto que lo sentido, más puro que lo ya experimentado. El anhelo y el recuerdo de lo bueno nos trae –y nos condena a– la esperanza de lo mejor… que quizás nunca haya de venir: pero “ya nadie se cree esta historia”, escribe Marina, porque nuestros cuerpos, y más aún, nuestra memoria, se hallan “mutilados de ausencias”.

No queda otro remedio, no hay otra vía, si se elige la vida, que perseverar: “perdonarse a ratos y perderse / en la vida. // No es olvido. Solamente / supervivencia”. Remedio muy humano, acaso el único, pero quizás insuficiente, sugiere la poeta madrileña, incluso cuando nos llenamos de esa misma vida y de su incesante movimiento a través de la celebración de su vertiente dionisíaca: sexo y muerte se asemejan tanto que resulta imposible distinguir lo vivo de lo inerte; lo que hace comenzar la vida, ya escribía Lucrecio, hiere fatalmente a los amantes, que buscan como dos insensatos un placer tan caduco como esquivo. Rasgos que unen intelectual y emocionalmente a Carretero Gómez con uno de los pensamientos más abisales de Giacomo Leopardi, cuando éste, desde muy joven, confesaba encontrarse aterrado al verse “rodeado por la nada, yo mismo una nada. Sentía como que me ahogaba, al pensar y sentir que todo es nada, sólida nada”. Tal instante, en el que la autora se ve igualmente rodeada por una nada absorbente, es el que nos hace recapacitar –escribe la joven autora de Escombros– sobre “un umbral de pérdidas y duelos / superior al cual sólo nos queda / volvernos locos, poetas, / o suicidas”.

Llega así la consciencia de la derrota. Una derrota que a la vez se constituye victoria por cuanto la vida se hace paso en una agridulce continuidad no fácil de discernir ni de pensar. El hilo del sentido se rompe tan pronto comenzamos a imaginar que existe: “Quizá todo consista / en aceptar cada pequeño suicidio, / o en saber decir adiós”, sugiere Marina de manera brillante en un tono que tanto recuerda a Alejandra Pizarnik cuando escribía en 1959: “silencio / yo me uno al silencio / yo me he unido al silencio / y me dejo hacer / me dejo beber / me dejo decir”. Dos maneras de expresar la temible pero agradable cadencia vital en la que –en ocasiones obligados, en ocasiones por propia decisión, pero siempre aliviados– nos sumergimos con la esperanza de ser movidos inercialmente. Y de nuevo, Pizarnik se hermana con Carretero Gómez: “¿Y qué si nos vamos anticipando / de sonrisa en sonrisa / hasta la última esperanza?”. A lo que la madrileña contesta: “así yo en la vida, atada a una espera, / pero he olvidado / qué ha de llegar”.

Si algo caracteriza al ser humano es la posibilidad constante de parar mientes en los acontecimientos pasados y trazar planes futuros. Entre ambos extremos se sitúa un presente, aquel límite del que hablamos, que muy a menudo se nos escapa en tanto que hacemos de lo que no existe (recuerdos, deseos, anhelos) materia de nuestra reflexión. El valor de la poesía de Marina reside precisamente en su voluntad de no abogar por una indolente experiencia de tal límite; la imaginación crea grietas que se dan permanentemente en nuestra biografía y que de ningún modo podemos soslayar. A no otra cosa se refería Baudelaire con su expresión “caída en el tiempo”, al reencuentro vívido, valiente y tenaz con ese límite.

Un reencuentro que Marina Gómez Carretero reinaugura al topar con la náusea, el tedio, la incomunicación, el ser para la muerte, la soledad, el sexo, la abulia, el absurdo y la angustia, pero que siempre desemboca –sin saber muy bien por qué– en la luz de nuestra más constitutiva característica: perseverar en la brecha a pesar de todo. Pues, como bellamente escribe la poeta, nada pudiera ocurrir, en la historia, en nuestra vida, si no lográsemos “seguir besando como si nada hubiera cambiado”.


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