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Anacronismos

17 de Abril | 16:25
Anacronismos
Todo empezó con una abuela colocando un tapete de ganchillo encima de un televisor.

Hace ya bastantes décadas, las radios, enormes y aparatosas, eran cajas de madera que desentonaban poco con el mobiliario del hogar. Se esforzaban en conseguir una armonía entre el progreso y lo tradicional; algunas incluso tenían tapas para ocultar los botones, como si de un órgano se tratara. Al poco tiempo, llego la tele a las casas, y aunque era más difícil hacer que fueran discretas, se notaba un intento por camuflarla entre el bureau y el mueble-bar. La chapa caoba veteada casi distraía tu atención del cristal gordo y curvado en el que mucha gente hacía sonar sus nudillos cuando estaba apagada, queriendo despertar al presentador del telediario. Se adornaban, como os he dicho en la primera frase —gancho para que siguieras leyendo—: tapetes, flamencas, toros, candelabros de plata de la que se limpia los jueves, pequeños marcos de fotos, vírgenes, etc. El auténtico arte de ocultar un engendro en el paisaje de la morada.

El papel pintado seguía allí porque todavía eran los 80; las cortinas rojas en el salón intocable y los sofás marrones rematados, en los reposabrazos, con piezas de madera tallada. El video Beta casi abandonado en el suelo del mueble de la tele, porque el VHS ganaba la batalla y por la puerta entrando la minicadena. Seis piezas color plata con ecualizadores y nosequé más; cinta, reproductor de vinilos, radio, de todo. Bien colocadito dentro de una vitrina de cristal semiahumado con ruedas. De nuevo ocultando la distopía visual. Y la abuela empezaba a hacer un tapete más grande, del tamaño de un disco de 33 rpm. Para colocarlo arribita del todo.

Es fácil acostumbrarse a elementos de épocas tan distintas conviviendo en el mismo espacio. No hay más que salir a tu calle, que aunque haya cambiado mucho, donde antes había un Seat 127 beige, ahora hay una meganave espacial con ruedas. Ahí, junto al mismo buzón amarillo corroído en la base por el orín de los perros. Se hace extraño, porque la estética del progreso no evoluciona homogéneamente.

Este artículo no pretende ser un estudio u opinión de nada. Es una reflexión sobre algo a lo que nos hemos adaptado. Fundamentalmente se inspira en la observación de un hombre de unos 45 años vistiendo un chándal de táctel de hace 25, mientras que hablaba con su móvil a través del manos libres. Un móvil chorrocientas veces más potente que el ordenador que llevó al Hombre a la Luna. Tío, se consecuente y cámbiate el chándal, que es de las olimpiadas de Barcelona. A lo mejor ligaste con él en su momento, pero mira, ahora en Decathlon por cuatro duros te visten de Marathon Man.

Pequeño gestos como el de pagar con el contactless de una tarjeta. Un señor de 70 años con una alianza de oro, la misma con la que su esposa le prometió amor eterno en 1972, pasa el trozo de plástico por encima del datáfono, casi sin tocarlo y compra pañales para los nietos.

Hay niños por las calles que van en patinetes eléctricos, casi flotando, esquivando ancianas de luto. Con la habilidad de Marty McFly,. Y el niño que pasa junto al buzón; y junto la farola redonda con un agujero a la que le pegué una pedrada en el 93; y traquetea un poco sobre la acera de cuadraditos, la misma donde tantas generaciones pintaron caminos de tiza para las chapas de ciclistas. Porque el progreso progresa como le da la gana. Es un collage, una especie de colcha de familia americana, de esas que las mujeres de cada generación cose un trozo y al final se la come el perro.

Párate a mirar a tu alrededor. ¿Qué es lo antiguo? ¿Qué es lo nuevo? ¿Qué es lo que no encaja? ¿Qué es lo que sobra? Si has tenido que leer esto para darte cuenta, ya tienes la respuesta: todo está en perfecto equilibrio anacrónico.



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