Al no encontrar materia punible en los viajes que José Antonio Monago realizó a Canarias, en los años 2009 y 2010, como senador del Partido Popular, la Fiscalía del Tribunal Supremo ha hecho realidad lo que muchas personas, con ciertos conocimientos del derecho, intuían que ocurriría.
No parece sensato esperar que se procese a un exsenador por la realización de actos amparados por la normativa, tanto en la teoría como en la práctica, del Senado. Lo que no está expresamente prohibido por la ley está autorizado y, por lo tanto, no puede ser sancionado.
No estar de acuerdo, tanto antes de que estallase la polémica sobre los viajes de Monago como después, con la regulación que el Senado y el Congreso de los diputados han establecido para controlar el gasto que ocasionan los desplazamientos de sus parlamentarios, no convierten a esos viajes en delito. Así lo ha visto la Fiscalía del Supremo y esa es la valoración que merecen, tras el archivo de las denuncias. A la luz de la decisión del fiscal, Monago no cometió ilegalidad alguna al viajar a Canarias como senador del PP.
Quienes le han denunciado hacen uso de un derecho, pero por ahora no tienen razón. La Fiscalía no le da crédito a sus denuncias. No abre un sumario basándose en esas acusaciones. No hay ‘caso Monago’.
Y si quienes denuncian tienen derecho a acudir a los tribunales, quien resulta denunciado sin base jurídica para ello también tiene derecho a pedir el amparo de la Justicia ante los daños que se le causan, tanto si el objetivo primordial de la persona que denuncia es causar daño, como si el daño se causa por desconocimiento. Y más aún si es por empecinamiento.
Ampararse en la moralidad y en la ética para insistir en condenar al actual presidente del Gobierno de Extremadura por unos hechos en los que la Fiscalía del Tribunal Supremo no ve delito, equivale a poner la moral y la ética por encima de la ley, lo cual carece de sentido en un Estado de Derecho. Si la ley resulta insuficiente lo que hay que hacer es mejorarla, no preterirla para anteponer la moral o la ética, pues al hacerlo no sólo se menosprecia el ordenamiento jurídico, que es la base de la convivencia democrática, sino que se cae en prácticas inquisitoriales juzgando el comportamiento de los demás no con la firme regla de la legalidad, sino con la mutable goma de los prejuicios, opiniones, filias y fobias de cada cual.
Y eso no puede ser admisible en una democracia.