El potente sonido del trueno lo despertó del inquietante sueño. Con el miedo metido en el cuerpo, no se atrevía a abrir los ojos del todo. Se veía aún subido a la barandilla de aquél puente, mirando con terror el abismo que ante él se presentaba. Sintiendo esa mano amenazante en la espalda, a la que le bastó un simple dedo, para presentarle a la parca. Pero ya paso, se dijo en un intento de tranquilizarse. Salió del vagón para fumar un cigarrillo de tabaco negro. Había poca gente en el zigzagueante pasillo del viejo tren, mejor así, no tendría que dar conversación a nadie. Bajó la ventanilla para contemplar su propio humo blanco, mezclado con el negro de la locomotora. El monótono sonido del traqueteo le sumió en sus pensamientos…
Ginebra, su nombre como la bebida aún le sabía amargo en la boca al pronunciarlo. Ella hermosa y frágil, había sido su última víctima. No por haber saciado su instinto de cazador, más bien, por el de la supervivencia. Esta vez su osadía le hizo cometer demasiados fallos, se entretuvo tanto en contemplarla que casi le pillan en la escena. Unos pasos sobre el parquet, una voz de hombre mayor, un ¿hija estas ahí? Todos fueron signos de que el peligro estaba cerca, cogió su apreciado botín y se marchó sigilosamente.
Un relámpago fue iluminando su cruel sonrisa, a medida que extraía del bolsillo su trofeo. Lo sacó despacio, deleitándose en el recuerdo de cómo lo extrajo: clavándole una fina aguja en su blanca y trémula carne, buscando la vena, mientras el joven corazón daba sus postreros latidos. Desenroscándolo lentamente, aspiró con fuerza su olor metalizado. El brillo rojizo de su contenido lo llevó a alcanzar el clímax. ¡Oh sí, Ginebra, la más hermosa y frágil!, viviría para siempre en un minúsculo bote. Ginebra, pronunció de nuevo, dejando arrastrar las sílabas y el amargor de su nombre.
El tren seguía avanzando a la misma velocidad, que la paz en su cabeza. Tuvo la suerte de enterarse que poco después de su crimen, el padre de la chica murió de pena. Rió por dentro, pobres idiotas jamás sabrían sus secretos. Volvió al vagón para dormirse de nuevo.
Unas horas después…
Encontraron los trozos de su cuerpo desperdigados por el río. El puente fue el único testigo de lo sucedido. Abrieron una investigación para intentar aclarar lo ocurrido, pero todo era un misterio. Sin identificación, nadie supo quién era, ni su procedencia, tampoco tenía equipaje. Solamente, encontraron agarrado a su mano, un bote con un líquido rojo en su interior, parecía ser el único objeto que le perteneció. Lo que quedaba de él fue incinerado y arrojado en forma de gris ceniza, sobre aquel río. El lugar de su muerte, sería a partir de ahora el de su eterno descanso.
El caso se cerró por faltas de pruebas, pero, esto fue lo que en realidad pasó…
El potente sonido del trueno, lo despertó. No supo cómo, pero se vio subido a la barandilla de aquél puente, mirando con terror el abismo que ante él se presentaba. Sintiendo esa mano amenazante en la espalda, a la que le bastó un simple dedo para presentarle a la parca. Unos pasos, una voz de hombre mayor, una voz pronunciando: por fin te encuentro…. Fueron sus últimos recuerdos.
Su cuerpo se quedó en el transcurso del agua, el alma permanecería por siempre atrapada en ese tren. Viajando a través de los tiempos, para rememorar su pesadilla una y otra vez.
El relámpago iluminó la sonrisa de los dos, un padre y una hija. Dos ánimas que por fin encontraron descanso. Los pasajeros no podían verlos, cuando el anciano le cogió la mano y le dijo:
− Vámonos a casa, mi dulce y frágil Ginebra.
FIN
Para José J. Villalón