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Cultura, literatura, historia, música

Un festival creativo

14 de Noviembre | 19:00
Un festival creativo
No soy crítico, ni un literato, tampoco un experto teatrero analista que pueda escupir una parrafada de opiniones aparentemente objetivas con que embelesar a mis lectores por los conocimientos que poseo. Pero tengo la necesidad de dedicar mi sección de esta semana al 40º Festival de Teatro de Badajoz, que ha marcado una luminiscente huella en mi memoria de aprendiz del arte de la escritura y de los saberes del mundillo del Teatro. Si tuviera que pensar en un calificativo que resuma el festival elegiría el de creativo; unas propuestas novedosas, sugerentes, correctamente trabajadas, en general, y que voy a indicar a continuación con el fin de hacer partícipes a todos los seguidores de este diario digital que es El Correo Extremadura de la calidad que ha pisado el Teatro López de Ayala. (Lamentablemente no puedo escribir todo lo que quisiera ni sobre todos los espectáculos vistos, simplemente recalco los que he tenido el honor de degustar y mi apreciación).

En primer lugar, el montaje al que sitúo en la cima de la creatividad, simplemente conociendo el nombre de su director, Ricardo Iniesta, es el de “Marat-Sade”. Una escalofriante obra que hizo temblar al público gracias a la compañía Atalaya Teatro y Grec Festival de Barcelona, sobre el texto de Peter Weiss. Penetrante la mirada de Manuel Asensio que encarnaba al señor de Sade, e hipnótica interpretación del resto del elenco que recalcó a la perfección el Hospicio de Charenton desquiciado (Jerónimo Arenal, Silvia Garzón, Carmen Gallardo, Raúl Vera, María Sanz, Lidia Mauduit, Raúl Sirio y Joaquín Galán). Gracias a la desbordante dirección se apreció la desorbitante confusión entre realidad y ficción con el ejercicio metateatral realizado soberbiamente por el equipo. Una obra en la que todo su conjunto escenográfico (Pepe Távora) fue aprovechado con éxito (cortinajes, piano, cajas…) y una bramada tras otra anegada de la locura imperante, con ritmo poético y gestual, logrado por la mano de Iniesta junto a la iluminación (Alejandro Conesa), música (Luis Navarro), coreografía -la obra en sí es una solemne y litúrgica coreografía ritual- (Juana Casado, con actores y actrices de Atalaya), vestuario y caracterización (Carmen de Giles y Manolo Cortés, respectivamente, además de Sergio Bellido en atrezzo), y la crueldad que se respiraba por el entorno sanguíneo y mortal. Me rindo ante el equipo técnico encargado de llevar a término las ideas de la versión y dirección. Transmitida óptimamente la sombra de Artaud en el paisaje negruzco y en el ambiente lúgubre, así como en la contundencia de las facciones y demacrados actos útiles para constituir un entorno mordaz. Pude atisbar concomitancias en lo que se refiere a los extravagantes e irreales dibujos que sobre sus obras diseñaba Francisco Nieva en su teatro barroco del absurdo, cuna de personajes grotescos y viscerales. 

Siguiendo la línea de creatividad, paso de puntillas por la obra que siguió a la anterior, “Último tren a Treblinka”, de Vaivén producciones, en su novedosa colocación de los espectadores: en el mismo escenario, formando parte de la historia, sintiendo en nuestras propias carnes el dolor angustioso de ese orfanato, y de la esperanza fracasada de su fundador. Lágrimas, escalofríos y claustrofobia inaguantables ante una Historia que ha abatido el mundo y ha grabado a fuego un episodio bélico y doloroso que jamás saltará de nuestro recuerdo. (Una idea original de Ana Pimenta y Fernando Bernués, dirigida por Mireia Gabilondo).   

Y qué decir del preternatural “Don Juan Tenorio”, que arriesgado fue en dos sentidos: en regalar dos horas de función a un público ajeno al verso y muy conocedor de esta obra de Zorrilla, que pudo estar reacio y que de seguro aguardarían con hastío la propuesta de esta compañía extremeña, De Amarillo Producciones, la cual, en otro sentido, también estuvo arriesgada en construir un elenco extenso, poco visto hoy en día en los escenarios; un abanico florido de talentos gracias al cual lograron aquello: una ágil adaptación, dinámica, con ajustes de estrofas que para nada chirriaron y que cabalgaron con maestría a lo largo de la representación; un verso recitado de un modo natural, que en ninguna escena sufrió altibajos, carencias ni solemnidades, para agrado de nuestros oídos. Una fresca adaptación de Miguel Murillo (quien ha leído acertadamente la obra y se ha centrado en el Tenorio, y no tanto en el mito del Don Juan, que tantos y tantos han elucubrado sobre papel de seductor y de hombre sin escrúpulos; y que lo ha rebajado a su condición humana y, por tanto, cercana a los asistentes que lo disfrutamos) que gozó de la simbiosis de Pedro A. Penco, quien, como un sensible director de orquesta, dirigió su batuta creativa ofreciéndonos las claves para apreciar esta cuidadísima pieza y este manjar sorprendente. Escenas todas trabajadas con esmero, con una majestuosidad poética que tantas veces se extraña en un escenario, con una forma mágica de completar escenografía (bien un coro de máscaras bullangueras fingiendo un Carnaval, o bien una procesión de muertos del Purgatorio sin identidad, con sacos o telas cubriéndoles la cabeza). Un Guillermo Serrano que, jovial, chulesco, galán y enorme, sedujo a todos los que ocupamos las butacas, como también lo hizo a Doña Inés, interpretada por una dulce, tierna y cándida Ana Batuecas, que compartió escena con una gran Memé Tabares que nuevamente se muestra sobrenatural en todas las tablas que pisa, dando vida a una cómica y alcahueta Brígida. Destaco unas escenas para mí más llamativas, la de Don Gonzalo (Rafa Núñez) con la Abadesa (Elena de Miguel) en el convento: iluminación hechizante a la par que un verso dialogado entre ambos que adquiría volumen y pasión. Este Don Gonzalo marcó un hito en la obra, una fantástica idea que nos mantuvo en vilo: auténtica estatua de mármol en el Camposanto, maquillaje y vestimenta blanquecina y quietud cual maniquí de escaparate (felicito a Luisa Santos por ello). Gracias por esos numerosos instantes que saboreamos en esa dirección cargada de tintes lorquianos (como tuve la suerte de comentar al director) y por el carrusel de demostraciones de creatividad (nuevamente el adjetivo) –me quito el sombrero ante la omnipresencia genial de Juan Carlos Castillejo; el punto ameno y divertido de Francis Lucas; la jocosidad impresa en la escena de depredación lujuriosa llevada a cabo por el anterior acompañado de Gema González, como Lucía; y el dúo de capa y espada entre Don Juan Tenorio y un Don Luis Mejía interpretado por Fermín Núñez, de quien puedo admirar la voz empleada en el recitado, uno de los mejores para mi gusto-. Es esta una nueva visión de Zorrilla, un punto de vista extremeño, que, para demostrar que no es exagerada la grandilocuencia con la que comento esta obra, pisó el pasado 3 y 4 de Noviembre la 33º Edición del Don Juan de Alcalá, que satisfizo a los miles de espectadores para los que esta creación mística es una religión y símbolo tradicional. 

Finalizando, paseo mi opinión por otra obra que me llamó la atención, “La Torre”, de Arán Dramática, dirigida por Jorge Moraga, que ha sabido emprender su marcha como director (esta es su primera obra de larga duración) mostrándonos los puntos más relevantes de un texto de calidad literaria, de Eugenio Amaya, una mirada mordaz a la situación financiera y económica, un diálogo lleno de dardos corrompidos. Espléndido Cándido Gómez que supo hacer llegar su papel de hombre desgraciado y manipulado, pobre débil de quien se aprovechan los peces gordos, un mendiguillo habitante de un comedor social, que se olía sus genitales nada más empezar la acción, que sufría de dolor de pies (y de olor) y está determinado por una muerte inminente debido al arranque de orgullo no propio para un humano de su posición. Quino Díez demuestra su registro actoral en el papel de inteligente y metódico maduro ilustrado, lector del “Financial Times”, conocedor de los entresijos empresariales y de las andaduras utópicas. A mi entender, otro pobre como su desafortunado compañero, engañado y vituperado. Una mirada desoladora acrecentada por la escenografía de un paraje aislado del bullicio urbano. Se agradeció la agilidad con la que Eugenio Amaya ha sabido llevar este duelo de esgrima verbal y su estilo crítico y cínico que muchos conocemos, no solo en los escenarios, sino en su forma de destilar la realidad y los asuntos financieros, filosofando inteligentemente y regalándonos momentos divertidos, una característica esta para un melodrama desvencijado como fue “La Torre”.

 



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