El amor duele, lo tuvo claro desde el primer momento en que se cruzaron sus ojos. En el mismo instante que el cerebro le mandó un mensaje de aviso al corazón que, éste ignoró. Los pies desobedientes corrieron a su encuentro, las manos a través de la boca le lanzaron un beso; ninguno de ellos se dio cuenta del peligro.
Después llegó el noviazgo, donde todo es rosa, donde todo es dulce. Muy parecido a ese algodón de azúcar perteneciente a los recuerdos infantiles y felices. Un periodo donde lo breve se vuelve eterno, se alargan los segundos en el tiempo, a través de los paseos sin ningún destino.
Más tarde los primeros años de matrimonio, los amaneceres repletos de deseos encendidos. Dos cuerpos en uno solo. Una unión sin límites, sin modos ni procedimiento. Mezclando el sudor con la almohada, enredando el placer con las sábanas.
Y pasan los años, pasan los hijos, pasa la vida sin enterarnos.
Un día, sin esperarlo, llega la primera bofetada. El dolor y el desconcierto unidos en la marca roja de la cara. Alguien culpable que suplica: -lo siento cariño, ha sido un error, un enfado.
Intenta convencerse, callar a su voz de la razón sin raciocinio en su alma enamorada que se repite: no importa el amor duele.
A los meses siguientes aumentan las profundas heridas del cuerpo, del espíritu. Otra vez el susurro clarividente, enmudecido por un corazón que ama demasiado y se repite: no importa el amor duele.
Se cumple el primer año. Doce meses, trescientos sesenta y cinco días de marcas que se fueron de su triste figura y sin embargo, en la memoria, quedaran perennes. Toda su lógica le clama pero su amor incansable le repite: no importa el amor duele.
Aguanta que no se enteren los hijos, ni los familiares y amigos. Que el maquillaje y la vergüenza tapen: que el amor duele.
Mientras ella ríe y contempla en qué lo ha convertido, en un despojo de sí mismo. Un hombre derrotado que en el fondo sabe que el amor no tendría que doler, pero lo supo desde el mismo momento que se cruzaron sus ojos.
Fin.