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LOS RELATOS DE MARÍA

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14 de Mayo | 13:19
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Los pasos suaves sobre el suelo de madera le sacaron de su ensueño, pertenecían a Gloria una de las enfermeras, llevaba tanto tiempo en aquel hospital que había aprendido a distinguirlos. Sonrió para sí, ella era su favorita. Utilizaba un perfume de vainilla que le recordaba a las tartas de su infancia e irremediablemente a las tardes eternas junto a su familia.
 
Parecía mentira como un simple olor tenía la capacidad del hacerle sentir un chiquillo. Aquellos tiempos en los que contemplaba con sus pequeños ojos la grandeza de su particular mundo. El traje recién planchado de su padre, la sonrisa casi desdentada de su pequeña hermana, los abrazos  de su adorada madre. Los juegos con los amigos, repletos de horas que se volvían inestitentes en las reglas del tiempo. 
 
Una pequeña gota resbaló por sus células cuarteadas.
 
Gloria entró y le preguntó muy amablemente que cómo se encontraba. Le respondió que bien, sabía que era una mentira piadosa, pero que mal podía hacerle a esas alturas de su vida. Contempló sus ojos enormes y azules, se estremeció de nuevo. Ante él se abrió un nuevo túnel hacia los recuerdos.
 
Allí presente en la habitación, estaba sin estarlo, la mujer que le robó hace muchos años el corazón. Diciéndole hola con su mirada de puro océano, acariciando su pelo vestido ya de luna con sus infinitos e invisibles dedos. Besando su vieja boca con sus labios de amapola. Sí, no había dudas. A través de esas dos aberturas color cielo pudo rememorar a su amada. Sentirla, percibirla en la juventud de su cuerpo y volver a enamorarse perdidamente de su alma.
 
De nuevo, una lágrima se hundió en las profundas arrugas de su rostro.
 
Gloria cogió una silla y decidió quedarse un rato a hacerle compañía. Metió la mano en el bolsillo de su impoluto uniforme y sacó una foto de su hija. Se la enseñó para hablarle de ella, pero él no le escuchaba, se había marchado ya muy lejos. Viajó la justa distancia que le separaba de ese día, de unos nervios y de un nacimiento. Recorrió kilómetros invisibles para reencontrarse con sus diminutos y frágiles brazos, sus ojos grandes y la boca sonriente a la que le faltaban las piezas de nácar. Sus llantos nocturnos y los sueños diurnos. Los pañales húmedos y hasta las deposiciones celebradas. Regresó hacia su perfume de leche, su aroma de niña recién llegada. La princesa eterna del castillo de sus sentimientos.
 
Las palabras de Gloria lo sacaron de sus pensamientos. Lo arropó con las mantas, le deseo las buenas noches seguido de un hasta mañana. Adiós y gracias, contestó él ante la incertidumbre de la enfermera. La tranquilizó diciéndole que eran manías de viejo. Una nueva falacia que no perjudicaría su existencia.
 
Otra vez, el reguero de sal resbaló por su piel ajada.
 
Cerró los ojos, respiró hondo y presintió que la parca se acercaba. Cabalgando a través de las venas, corriendo veloz hacia su corazón que iba perdiendo la batalla. Una última bocanada para sonreír ante el inesperado regalo concedido a través de una bata blanca. Irse apagando poco a poco mientras volvía a ellos, a cada recuerdo que formó parte del viaje de su vida.
 
Fin.


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