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Cultura, literatura, historia, música

Festival de Teatro Badajoz: un paso en el camino de la innovación

16 de Noviembre | 11:54
Festival de Teatro Badajoz: un paso en el camino de la innovación
Supongo que quien lea esta tribuna pueda surgirle algún sentimiento de desazón, alguna furibunda acción como cerrar el artículo y leer otra cosa. Pero también supongo, como vengo haciendo de forma acostumbrada, que como ser humano tengo capacidad para opinar –y no criticar, puesto que, creo que afortunadamente, no tengo visión de crítico literario ni nada por el estilo-; y en segundo lugar, como amante del teatro, me veo en la necesidad –y no en la obligación, como algunos chanceros me han burlado- de rendir un homenaje a uno de los Festivales que va creciendo en importancia y en calidad, superando una época infectada por la lacra de la crisis económica que zarandeó agresivamente el ámbito cultural –según leo en las excelentes aportaciones y críticas de José Manuel Villafaina-. 

Según lo que he visto en esta 41º edición del Festival de Teatro de Badajoz, es que nuestra ciudad, ya sea en lo cultural, quizá esté dando los primeros pasos en el camino de la innovación. Digo esto a conciencia por ciertas obras presentadas al festival con una propuesta arriesgada y nada al uso de las que, creí, no tendrían buena acogida –como sí ocurría años antes-. Quizá la gente de Badajoz esté cansada del estancamiento cultural y la monotemática aportación de las compañías y de esas comedias televisivas de superficie plana que para nada sirven al pensamiento crítico ni a la capacidad de imaginación, en las que, por cierto, el equipo que levanta esa función tampoco es que demuestren mucho magín… 

Por la noche, momento en el que reflexiono, me asaltan en los sueños imágenes e instantes de las obras que he podido degustar este año. Y una de las más nítidas, acaso la más impactante para mi sensibilidad, es “Finding Joy”, de la compañía de Reino Unido “Vamos Theatre”. Una forma distinta de abordar el tema de la demencia senil: con máscaras y de telón de fondo una música a lo cine mudo que en ciertos momentos en los que consiguieron hacernos sonreír me trasladaron a las películas de Buster Keaton o a las del insigne Charles Chaplin. Debo confesar que alguna lagrimita se me escapó en las escenas más tiernas, en ese dúo abuela-nieto que tanto conmocionaba. También entristecía la imagen de la anciana con memoria carcomida evocando instantes felices de su infancia y juventud: juegos, muñecos, y el primer beso. Me enorgullecí de mi ciudad al contemplar la ovación que saltó de pronto a aplaudir rabiosamente, y la cantidad de personas enjugándose las lágrimas. De alguna manera la sensibilidad no está tan olvidada en estos tiempos tan superficiales y virtuales. Pensé yo. 

Por otro lado, el niño que va a ser enterrado, la plataforma de espejos, el viejo, y el surrealismo omnipresente en “Así que pasen cinco años” también cabalga glorioso en mis descansos. Ricardo Iniesta, a mi modo de ver aunque sé que muchos no compartirán mi opinión, ofreció una obra para nada fácil tanto en la lectura –ya que es prácticamente ininteligible, así como lo es “El público”, ambos textos de Federico García Lorca-, en la dramaturgia, como en la dirección. Sin embargo, muchas de las escenas que contemplé también se instalaron en mi mente en el momento en que leí la obra de Lorca. No tan bien acogida como otras –por lo que escuché a la salida del patio de butacas, en los baños y a las puertas del López-. Es surrealismo, afirmaba yo a muchos de los que me venían indignados a opinar sobre lo que habían visto. Una señora bostezaba y rezongaba diciendo: “Mira que me gusta Lorca, pero qué coñazo es esto”. Me hubiera gustado responderle que estaba de acuerdo con ella: el surrealismo no tiene por qué ser divertido ni entretenido, pero sí impactante, ese es su principal objetivo. “Rostros ocultos”, novela de Salvador Dalí, impacta y sobrecoge, pero para nada me entretuvo como lector. Creo que los artistas una vez en su trayectoria abandonan su estilo habitual para suspenderse en alguna forma más “sencilla” –aunque suene paradójico- de evasión. Para mí lo que la compañía Atalaya, en coproducción con el Centro Dramático Nacional, nos hicieron ver, fue un viaje de sueños, de esos cuadros sin sentido que se mantienen en nuestra memoria al despertar y de los que decimos algo iracundos: “¿Por qué narices me he soñado eso?” De ahí que no comprendiésemos por qué el niño que anunciaba su pronto enterramiento conversaba con un gato, o por qué muchos de los diálogos no eran continuos sino solapados y rompían con el ritmo de la conversación; o por qué el conjunto adquirió un tono algo distorsionado y desordenado. ¿Y si –por lo que pensé en su día y he comprobado en algunas tesis sobre el tema- “Así que pasen cinco años” o “El público” fuesen una puesta en escena de lo que Lorca soñó una noche difícil de descanso? ¿Y si Lorca nos estaba contando sus sueños porque así lo necesitaba, no tanto como que lo comprendiéramos? ¿Acaso los de nuestro entorno no nos narran los sueños extraños que han tenido y de los que, muchas veces, son felices? (Teniendo en cuenta lo aburrido y plomizo que es que te cuenten detalladamente los sueños cuando la mayoría de las veces ni te interesan). Partiendo de esta posible justificación y si permitimos que los nuestros nos cuenten las hazañas sobre el tálamo, ¿por qué rechazar de esa manera, como si fuese una boñiga, esas propuestas surrealistas? 

Cómo no, también he de dejar aquí constancia de la vertiginosa hazaña dramatúrgica y de interpretación que la compañía Teatro del Poble demostró con su obra “Cuzco”. Poco importó el argumento, como sí fue relevante el modo de abordarlo. Dos personajes en escena y una escenografía adecuada para cada momento. Un texto ágil que salvó los obstáculos que si bien nada tienen que ver con la pluma del autor sí tienen que ver con la mentalidad del público, quienes lo ovacionaron y disfrutaron a la altura de lo que nos otorgó Víctor Sánchez Rodríguez (autor y director), y los intérpretes Silvia Valero y Bruno Tamarit. 

Destacar de los extremeños la propuesta de Simón Ferrero con “@llone (cuando la red te atrapa)”. Hacía falta una obra dramática acerca de la realidad que nos rodea hoy en día, que no es tanto la infidelidad, la hipoteca, la depresión, la corrupción política, el poder de las élites económicas y financieras, sino, más allá de eso, la nueva droga que consume la capacidad de discernir lo absurdo de lo relevante, y el buen entendimiento de las actitudes de los que nos rodean. Simón Ferrero –que también fue el intérprete- criticó y ridiculizó uno de los trastornos que ha llegado hasta las consultas de psicólogos y psiquiatras, quienes “desintoxican” de la adicción a la pantalla, al “me gusta”, al “subir una foto de cada instante en el que respiro”. Eso sí, de una manera exagerada un tanto cómica. En suma, una obra correcta y bien dirigida que acaso –no estoy bien informado- debería pisar aulas de institutos y salones de actos para estudiantes y adolescentes.

El tema de crítica social cambia con Suripanta teatro y sus “Caimanes”. Comedia de sencilla escenografía –salón de gente acomodada socialmente- con un argumento al uso: las envidias entre parejas, el afán de competir y superar al adversario, los rencores y la maldita hipocresía que oxida las relaciones afectivas y sepulta las amistades. Estuvo acertada la trama colateral que nos distanció del epicentro de la obra: un posible vecino nazi con aficiones extrañas y actitud siniestra, aunque después, como suele ocurrir en este tipo de planteamiento de comedias, todo quede en un malentendido.

En cuanto a “Diario de un loco”, no solo se alejó del sitio de representación, sino de la temática y el contenido. En el sótano del Teatro López de Ayala, salvando los obstáculos para la vista del espectador: las columnas y vigas –que fueron aprovechadas en la interpretación-. Jorge Moraga dirigió acertadamente y de una manera ágil y entretenida un texto de Nikolai Gógol –una especie de monólogo teatral-. Ivanovch, el demente protagonista, fue encarnado por Pablo Bigeriego. Considero que fue de agradecer que la representación tuviera lugar en el sótano por la cercanía del público con la historia: pudimos contemplar la mirada ida –perfectamente conseguida- de Pablo Bigeriego, la interpretación cargada de matices y los movimientos espasmódicos y patéticos de un personaje, creo, muy próximo al ciudadano pacense: ¿cuántos Ivanovch vemos pidiendo limosna en la Plaza Alta, en la de España, en las muchas esquinas olvidadas de nuestro barrio? Llámense Chiringui, Félix con sus loterías, el Pirulo y su perro Caramelo… 

Por espacio, he de finalizar comentando la celebración de las II Jornadas Internacionales, las cuales lloraron la ausencia de muchos profesionales del sector que tuvieron ocasión de aprovechar una oportunidad que el Festival les brindó. Por lo que escuché en una de las charlas a las que asistí, es necesario y útil expandir horizontes, saltar y conocer lo que se mueve en otros ámbitos, es preciso y eficaz. Me entristece ver la escasa participación de a quienes en verdad esto les debería interesar, puesto que el Festival cada año abre sus puertas a nuevas alternativas para enriquecernos, para que desde las calles se respire teatro –como se hizo con “The yelling Kitchen Prince” en el Parque de San Francisco-, para que las gentes sepan y conozcan el festival de su ciudad. Para que comprueben con sus propios ojos que el Teatro no es un arte al alcance de los que lo entienden y practican, sino que se abre para ser disfrutado y vivido por quienes ni por asomo lo realizarían. Que en nuestro Badajoz hay acontecimientos más importantes que superan a “Los Palomos”, a la “Almossassa”, o al celebérrimo Carnaval. Y que despertemos de una santa vez de este letargo que, considero, poco a poco se va curando. Prueba de ello está en el título de nuestro acontecimiento: de Festival de Teatro de Badajoz nos hemos transformado en el Festival Internacional de Teatro de Badajoz. Sí, de Badajoz. Al sur de Extremadura. Y felicito por ello al equipo que lo hace posible y que trabaja cada año incansablemente.



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